Matar un ruiseñor
Los terroristas no están locos. Tratarlos como tales estigmatiza a los enfermos mentales
Siempre me dieron más miedo los cuerdos que los locos. Es esta una intuición vocacional que los datos confirman una y otra vez, y los prejuicios combaten con la obstinación de la que solo ellos son capaces. La enfermedad mental está muy lejos de ser sinónimo de violencia y de peligrosidad. Las personas afectadas por trastornos mentales cometen delitos en la mitad de porcentaje que la población general y reinciden en un porcentaje ínfimo, del 2% frente al 30% de los llamados normales, siendo en muchas más ocasiones víctimas que agresores.
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Estas estadísticas obtenidas en condiciones ordinarias son confirmadas abrumadoramente por las mayores masacres de la historia, las de los totalitarismos del siglo XX, producto nada menos que de los monstruos de la razón, con sus asesinatos masivos y su barbarie institucionalizada, encarnada por hombres normales como describió Hannah Arendt en su conocido concepto de la banalidad del mal.
No pretendo entrar en el problema del mal y su ontología, mi propósito es menos ambicioso o tal vez no, solo quiero afirmar que existe independiente de la enfermedad mental. En estos días de fanatismo desalmado y homicida hemos podido leer y escuchar expresiones tales como locos terroristas, esquizofrénicos asesinos o psicóticos criminales.
Son expresiones que parten de una premisa equivocada, en virtud de la cual todas las personas que cometen un acto irracional destructivo han de estar necesariamente enfermas. Esto protege nuestra ilusoria sensación de control de la inexpugnable y compleja condición humana y nos permite permanecer en la negación de los sinsentidos de la vida logrando una tranquilidad ficticia. Además de falsa, esa premisa es profundamente injusta en dos sentidos: condena a inocentes e indulta a culpables. Estigmatiza y refuerza la discriminación de personas con enfermedad mental que no han hecho ni harán ningún mal y justifica, en nombre de un intelectualismo moral que anula la responsabilidad individual, a personas que sí lo hicieron.
Todo ello no es baladí. La prevención y abordaje de cualquier fenómeno requiere de un diagnóstico de situación preciso y certero. La psiquiatrización del mal no es ni puede ni debe ser la respuesta. La psiquiatría, como cualquier disciplina, como cualquier visión de la realidad, tiene sus límites. Antaño fue instrumentalizada como herramienta de control social impropia, inmoral e inefectiva, en legislaciones como la de peligrosidad o la de vagos y maleantes.
La tiranía de la normalidad aboca a la proyección de lo insoportable de ti mismo en el otro
Quien quiera conocer la naturaleza del mal habrá de sortear el espejismo de confundirla con las frecuentes discrepancias entre las distintas visiones subjetivas del mundo ancladas en sus respectivos sistemas de valores y criterios de convención social. Puede haber tantas como personas. Pero no es esa la clave; el factor común a todas las formas de barbarie no está en los matices de cada cosmovisión, sino en su ciega pretensión de absoluto, en su aspiración de pureza inhumana.
Es esa misma ceguera la que sigue permitiendo que una etiqueta de raza, sexo, religión, orientación sexual o, en este caso, de enfermedad mental oculte completamente al ser humano estigmatizado y discriminado que la lleva, hasta su aniquilación física o moral. Seguro que hay quien piensa que esta puede ser la reivindicación de una nueva minoría en lucha por sus derechos que pone en peligro la libertad de expresión de una mayoría de normales, desde otro ejercicio más de hipersensibilidad promovido por la dictadura de lo políticamente correcto. Para ellos tengo una explicación alternativa: la tiranía de la normalidad aboca a la proyección e intento de expulsión de lo insoportable de ti mismo en el otro.
Los derechos mencionados, que no son otros que los derechos humanos, los de las personas con enfermedad mental, son legítimos e irrenunciables para todos y espero llegar a ver el día en que puedan ser defendidos masivamente por aquellos a quienes más directamente atañen. Pero mientras ese día llega, e incluso cuando llegue, hasta que puedan apropiarse de la palabra “loco” como insulto para convertirla en un atributo más de su dignidad, de su compromiso y responsabilidad de autocuidado, como hicimos otras minorías, raciales, LGTBQ, cuando pudimos; nunca deberán quedar abandonados a su suerte.
Recuerden que cada vez que dan a la maldad el nombre de locura están equiparando al lobo con el cordero y quedando a su merced. Y eso, además de no protegerles de la intemperie, es tanto como escribió hace muchos años Harper Lee, “matar un ruiseñor”.
Mercedes Navío Acosta es psiquiatra.
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