Diario de un duelo
Honraremos a las víctimas haciendo más compasiva nuestra inteligencia. Y mirando de frente a los asesinos, les preguntaremos ¿qué habéis conseguido?
Reina el sol sobre un gran silencio. Me costó volver a Las Ramblas la mañana después del atentado, pero tenía que hacerlo: vivo allí. Evité sistemáticamente que las imágenes mortales tintaran mi recuerdo. Me acerqué, cautelosamente, desde la necrópolis romana de la Plaza de la Villa de Madrid, donde el recuerdo a las víctimas del 11-M está grabado en piedra. Bajo los plataneros, calmos y quedos, pasea la gente. Vida. Velas y flores en el suelo, televisiones retransmitiendo en directo, posits y carteles con mensajes. Una acción artística reproduce a la inversa la letal trayectoria de la furgoneta. Con la colaboración de los transeúntes, graban sobre el pavimento un camino de blancura que a continuación recogen. Arte. En mi corazón entra un soplo de esperanza. Cazo una conversación al vuelo: Tendremos un recuerdo bonito, dice un chico. ¿Bonito?, dice ella sorprendida. Bueno – responde él - ¡de que estamos vivos!
Desciendo con cuidado. El tráfico está cortado. El mercado de la Boquería, cerrado. No tengo comida. Nos conocemos de vista con el dueño del restaurante Buen Bocado. Hoy por primera vez nos presentamos. Amer es sirio. Me invita a un té verde y charlamos. De nuevo, doy gracias por no vivir en un país con una guerra al uso. Fuck Terrorists, reza una pancarta en el bar vecino. En la plaza George Orwell, el basurero y un sin techo me cuentan cómo ayudaron a los que huían de la masacre. Señalando su corazón, el señor que vive en la calle me dice "porque esto es lo más importante". Me ensancha el pecho. Mi amigo Morad, catalán de origen marroquí, me escribe muy afectado. Le prometo acompañarle adonde necesite. Lunes tarde, iremos a la concentración que convoca la Asociación Ibn Batutta, referencia del Raval. Esta noche dormiré.
Despierto. Cielo encapotado, luto de sol. Persiste un silencio denso. Un helicóptero lo rompe. No podré alegrar esta triste mañana de sábado comprándome flores. Hoy son todas para los muertos. Hemos visto llorar a Cobi, pero, tímidamente, la música vuelve a las tiendas, los patines a motor invaden de nuevo las aceras, unas jóvenes admiran un escaparate con nuevos vestidos. La brisa marina entra por los callejones llamándome a la mar. Necesito lavarme la rabia y los viles argumentos falaces. No vais a mancharme. Ando cabizbaja y solitaria por el puerto viejo. Junto a mí, esperando el semáforo, una niña rubia gordita, tocada con una gorra de lentejuelas rosa, mordisquea sus uñitas pintadas de verde. Me dan ganas de abrazarla. Son como ella los niños y niñas que sufren guerras, los que son utilizados como bombas. Los pondría en un trono, o en un pesebre, y los adoraría. ¿Se imaginan lo que hubiera sido ver caer a la Sagrada Familia? La inteligencia al servicio de la maldad. El día del atentado, la joven filósofa Ana Carrasco Conde me escribe: "¡y todavía me preguntan por qué es importante pensar sobre el mal!" Cuánta razón lleva: alumbrarlo lo aleja. Si de verdad no tenemos miedo, ¿por qué no atreverse? Un poco de luz funde densas tinieblas, tal es su fuerza. Esta noche encenderé otra vela.
Banderas a media asta. Vacío el bus de vuelta. Entran dos bellas jóvenes morenas y con ellas el recuerdo de una imagen que no quise ver: una flor como ellas, truncada en el suelo de las Ramblas, muerta. Cruzo ante la Catedral rodeada de turistas haciéndose selfies. Me alegro de verles. Un grupo de jazz toca suavemente. Crespón negro sobre terciopelo rojo. Esta tarde, plegaria de la Comunidad de Sant Egidio por el Diálogo Interreligioso. No se me olvida el congreso que aquí celebraron tras el 11-S: un rayo de esperanza. Almuerzo con mi madre. Dice que ha visto a los pájaros aquietarse y a los niños retornar al parque. Las Ramblas están llenas, comento, sorprendida, a una recepcionista que observa el río de paseantes desde la acera. Seria, contesta: porque no tienen miedo. Afirmativa, replico: no tenemos miedo. Me uno, emocionada, a la corriente de vida. La gente aplaude a la Guardia Urbana a su paso por la Boquería. Todavía hay cámaras. Olor a fritanga. Reabrieron los locales. Las barrenderas cantan.
Visito a Enric, el heredero del centenario bar La Morera, para consolarle. Sé que fue testigo directo de la tragedia. Está dolido y rabioso, como tantos de nosotros; piensa en su niñita. Aparecen, agotados, los concejales de Ciutat Vella: Gala Pin, Albert Sancho y Eva Alfama. Llevan horas a pie de calle, hablando con la gente del barrio, informando sobre la ayuda psicológica a su disposición, tomándole la temperatura al sentir de la comunidad. Saben que tendrán recomponer la confianza mutua en el Raval. Los propietarios de la, también centenaria, pastelería La Estrella están particularmente afligidos. Son tan dulces, que les espanta su propia cólera. Extremistas islámicos mataron ayer en Nigeria. En Burkina Faso la semana pasada. Canturreo las palabras que José Agustín Goytisolo dedicó a su hija Julia, “otros esperan que resistas, que les ayude tu alegría, que les ayude tu canción entre sus canciones”. En la plaza Real, la gente retorna a las terrazas. Los espectáculos se reanudan, sin bullicio ni alegría. Anochece. Enfilo por el callejón de la Leona. Oigo a una barcelonesa decir en catalán: “no paro de ver cosas bonitas”. Estoy llegando a casa.
Domingo mañana. Es tal el silencio, que escucho tañidos de campanas que nunca antes había oído. Funeral en la Sagrada Familia. La bella fila para firmar en el libro de condolencias de mi ciudad, nuestra ciudad, vuestra ciudad, crece sin cesar. Les custodia un ángel de piedra de alas abiertas. Crecen las flores en los dos memoriales, en el alfa y el omega del recorrido letal. Entre todos, hacemos de las Ramblas un río de paz y de vida.
Honraremos a las víctimas haciendo más compasiva nuestra inteligencia. Y mirando de frente a los asesinos, les preguntaremos ¿qué habéis conseguido?
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