¿Y si no hubiera solución al terror?
El terrorismo arriesga a convertirse en rutinario, porque el enemigo es abstracto y porque prevalece la sumisión al régimen saudí
Recordaremos dónde estábamos el 17 de agosto de 2017. Y qué hacíamos. Ya nos había sucedido el 11M, pero esta clase de asociaciones temporales y emocionales arriesgan a desdibujarse en experiencias rutinarias. El terrorismo yihadista no sólo actúa arbitraria y cotidianamente. También adquiere capacidades evolutivas. Desde la extrema sofisticación que derribó las Torres Gemelas hemos aprendido ahora que un atentado mayúsculo puede resolverse con una furgoneta. Y que puede conducirla un menor de edad, sin carnet homologado, u homologado en el fanatismo y en el nihilismo.
Recordaremos dónde estábamos el 17A, pero la posibilidad de que los atentados representen una costumbre feroz obliga a preguntarse si hemos de aprender a convivir con el terrorismo y si existen soluciones para neutralizarlo, especialmente cuando nuestras democracias recelan de cualquier degradación conceptual y aspiran a colonizar la conciencia de los infieles oponiendo la candidez cristiana de la otra mejilla. Toda guerra que pretenda emprenderse -aquí tenemos una- requiere identificar al enemigo y establecer un final. Parece una obviedad mencionarlo, pero. ¿dónde está aquí el enemigo? ¿Qué territorio ocupa? ¿Cuándo lo consideramos aniquilado?
Ni siquiera un cambio de sensibilidad en la restricción de libertades puede considerarse un método eficaz en la ingenua aspiración de la paz santa. El 17A ha vuelto a estimular el debate de la sociedad vigilada y vigilante, recreando en su extremo el modelo panóptico de Foucault, pero lo ha hecho con la mecánica coyuntural que ya se había producido en los atentados anteriores de Francia o de Bélgica. Sucede igual con la idoneidad de mostrar o esconder las imágenes truculentas. Nos ensimismamos en discusiones de amanerada exquisitez al mismo tiempo que el enemigo abstracto se prodiga en la inmolación y en la perversión de la propaganda que abastecen las redes sociales: saber hacer y hacer saber.
Más que repetirse, los viejos debates se amontonan. Y terminan por engendrar una desesperante negligencia. No existe cooperación entre los países occidentales ni va a haberla nunca. No es posible fichar ni seguir a cualquier musulmán que sienta como propia la llamada yihad. No puede controlarse el terrorismo imitativo ni es viable amurallar las ciudades de bolardos y cámaras. Ni sirve como solución la cabeza de Al Baghdadi. Lo demuestra el lecho de algas que amortaja el cadáver de Bin Laden.
Los únicos remedios concretos no van a emprenderse nunca. Porque implican la acusación de Arabia Saudí y de las satrapías del Golfo como divulgadoras y financiadoras de la doctrina letal del wahabbismo. Estremece recordar que el primer viaje de Donald Trump al extranjero lo condujo a Ryad para bailar "Paquito el chocolatero" con los mismos jeques, tiranos e imanes que han envenenado la palabra de Dios para embozar nuestras libertades, secuestrarlas con petróleo y exponerlas al rito del hacha purificador.
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