Dinero ético
La igualdad que se consigue agachándose solo sirve para que algunos bajos crean estar a la altura
Es sabido que una de las derrotas más clamorosas de los trabajadores es creer que son privilegios lo que antes eran derechos: derrota porque el trabajador se considera afortunado; clamorosa porque la fortuna siempre crea mala conciencia. Se trata de una ejecución singular, consecuencia de una clase depredadora que se encontró en la crisis con las condiciones idóneas para que 1) un puesto de trabajo entre tantos parados fuese una suerte, 2) un contrato fijo entre tantos temporales, un milagro, 3) 1.000 euros entre tantas prestaciones por desempleo, un lujo, y 4) vacaciones, algo de otro tiempo.
Es sabido también, porque al final en los pueblos todo se sabe, que ese círculo vicioso tiene unas consecuencias escandalosas, la más siniestra de todas la de que entre los propios trabajadores se reprochen los privilegios, como cuando a muchos les parece más insulto el sueldo de un estibador que el de ellos mismos. Hay otras, estas más previsibles, producto del funcionamiento extraordinario en España que tiene el mantra de que otros están peor que tú; aquella fábula, cuento o canción que decía que no te quejes de que tus zapatos estén rotos porque hay otros que se están comiendo las suelas.
Así que estos días, cuando tantos no responden o evitan responder que tienen un mes de vacaciones porque lo consideran inmoral, se publica que en el partido político Barcelona en Comú no funciona el llamado “salario ético”, una nómina que se pretendía ejemplificadora para la clase política bajo otro mantra innecesario: no se necesita más. Los comunes de Ada Colau, meses después, han descubierto que siempre se necesita más; la nueva política empieza a comprender que lo ético es ganar lo que uno merece sin apropiarse de lo que no es suyo, y que los sueldos altos, en lo público y en lo privado, están justificados si uno se hace acreedor de ellos.
Así que por un lado aparece una nueva izquierda denunciando la precariedad laboral y el traspaso semántico de derechos a privilegios, pero ella misma se aplica unas restricciones que dan la razón a los que defienden que hay que ganar lo justo para vivir, aunque ni eso cumplen. Se ha enquistado, desde hace tiempo, un pensamiento envenenado: el que tiene menos tiene más razón, y su defensa de las convicciones es más pura. Solo hay que recordar en los debates a los candidatos peleándose para ver quién cobra menos, y organizando ejercicios de transparencia con el objetivo de celebrar al que menos dinero tenga. Olvidando un asunto fundamental, el primero sabido de todos ellos: la igualdad que se consigue agachándose solo sirve para que algunos bajos crean estar a la altura.
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