Veranos con robot
La creación de una máquina más inteligente que el ser humano es uno de los riesgos temibles

El exceso de futuros agolpándose para dar forma al presente es la constante de un siglo que ni tan siquiera sabemos muy bien cómo ha comenzado. Agradecemos que un mayordomo robótico nos pueda servir un zumo de pomelo oxigenado en la playa pero con tanta especulación sobre las mutaciones de la inteligencia artificial quién sabe si temer un futuro en el que una rebelión de robots nos deje sin el mayordomo robótico que nos cuenta chistes, aunque sean malos. Hay quien habla de una nueva edad oscura en la que la inteligencia artificial desate a los señores robóticos de la guerra. De momento, hemos pasado de las páginas de la ciencia ficción a contratar un conserje robótico por Internet. A pesar de ser sociedades que avanzan económicamente en medio de las crisis y fortalecen sus instituciones, con paz relativa, cada vez es más frecuente anunciar nuevos inviernos del descontento.
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Para las décadas que vienen, una pregunta prominente es si la inteligencia artificial pudiera sustituir y superar la potencia de la inteligencia humana, especialmente en plena crisis de la conciencia europea y, en general, de Occidente. Toda suerte de vaticinios acompañan las especulaciones experimentales sobre los proyectos de transformación de la naturaleza humana, mientras las comunidades se disgregan, los individuos se ahorran ejercer el libre albedrío y el orden mundial se mueve a tientas y a ciegas. Vuelos robóticos han fotografiado al instante cada nueva ruina humeante de Mosul. Los sistemas de satélites vigilan los silos norcoreanos de misiles. Del trueque al dinero plástico pasamos al bitcoin, ajeno a los Estados.
En la hoguera de las vanidades, la política se consume fácilmente: la tercera vía de Tony Blair quedó en vía muerta; Obama no pudo satisfacer las expectativas; Macron, lógicamente, no tiene los rasgos del superhombre. A eso hay que acostumbrarse. Las combustiones son fulminantes y no dejan ni cenizas. En tiempos hiperactivos, a los políticos por fuerza se les acaba el aliento. Se lo exigimos todo: soluciones de un día para otro, que nos seduzcan y nos rediman. Ellos recurren al Twitter, a mitos desangelados, a lenguajes sin renovación. Reconforta darles la culpa de todo. Y la tienen en parte, porque subsisten en partidos opacos cuyo ecosistema es decimonónico y en otros casos se suben al púlpito populista. Son remedios de ayer para males de pasado mañana. Pero intuición, carácter, juicio moral y sentido común es algo que no cabe esperar de las máquinas superinteligentes, si acaban por existir.
En época de arduas incertidumbres aparecen profetas. Nos sentimos peor y alguien tiene que achacarlo proféticamente a fenómenos venideros
En época de arduas incertidumbres aparecen profetas. Nos sentimos peor y alguien tiene que achacarlo proféticamente a fenómenos venideros que turban el transcurrir aparente de las cosas. Del mismo modo que el maquinismo alentó revueltas y seudorreligiones, no cuesta imaginar que el desfile de los robots elementales por nuestra vida no tan solo alterará el mercado de trabajo; también pueden pasar de ser asistentes ejecutivos a algo abrumador, tentacular y todavía indefinido. Para mañana, lo que sea automatizable va a ser automatizado. Ahí va el robot mayordomo puliendo el parqué con la opción futurista de pasar de ser instrumento bajo control humano a parte de hordas autónomas.
Hay tanto riesgo en la desaceleración como en el incremento exponencial. Es prudente subrayar que de entre los riesgos existenciales para la humanidad —como matiza Nick Bostrom— uno de los más temibles es la posible creación de una máquina que sea más inteligente que el ser humano, hasta el punto de que se ponga a diseñar máquinas inteligentes por su cuenta. Esa forma de superinteligencia anticipa un final de la humanidad.
Incluso veraneando como Homo sapiens, abandonamos el relativismo de la era líquida para derivar hacia el tribalismo del miedo. Los algoritmos nos harán creer que estamos llegando tarde a todo. Mientras, los grandes gigantes digitales, sin regulación ni fiscalidad, generan opinión y propugnan que el tecnodarwinismo gana terreno. Tantos cambios llevan al pánico y a la paranoia, como vimos con la crisis de 2008. Puestos en el extremo, darán poca confianza el sistema liberal o los afanes de virtud pública. Uno se queda en un rincón, mientras el robot mayordomo le prepara la declaración de Hacienda. Otra generación de robots gestiona empresas y calcula las rutas espaciales. ¿Les concederemos la pasión de la venganza por si los desconectamos? Aun así, no hay otro futuro mejor, ni es una paradoja pensar que nos permitirá la autoconservación, más allá del big bang de una gran mudanza.
Valentí Puig es escritor.
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