El legado del maestro Balenciaga
ENCIMA DE LA MESA del área de conservación y restauración del departamento de colecciones del Museo Balenciaga de Getaria descansan los restos de una de las últimas donaciones a la institución: un vestido de novia de 1935, sin etiqueta, pero atribuido al diseñador. Propiedad de las hermanas Chacón Oreja, tras usarse como vestido de boda, fue almacenado en un baúl. Años más tarde lo hallaron las hijas de la propietaria y le dieron nueva vida como disfraz. Ahora, recién salido de la cuarentena a la que se someten todas las piezas que se donan al museo, espera que Igor Uria, director de colecciones en la Fundación Cristóbal Balenciaga, le devuelva el esplendor perdido. “La gente entrega piezas de ropa y nosotros las convertimos en patrimonio”, explica Uria, que desde hace más de 14 años salvaguarda la mayor colección de creaciones y documentación de Balenciaga del mundo.
En otras mesas yacen un magullado pero espectacular vestido globo rojo de 1952, donación de Pilar Matorras —que requerirá dos meses de cuidados intensivos—, una manga de encaje con un lazo —la única parte que se conserva de un vestido diseñado para una boda y reutilizado como traje de fallera—. Estas tres piezas forman parte de las casi 3.000 referencias, la gran mayoría donaciones, que componen el archivo. Para entender la magnitud del legado, basta decir que el archivo Balenciaga de París cuenta con 300 piezas, eso sí, todas muy relevantes.
Un paseo por el almacén se torna en una clase magistral de historia de la moda y una oportunidad única de conocer las aportaciones que Cristóbal Balenciaga hizo a través de sus vestidos. “Al final todo tiene valor”, recuerda Uria, “estamos hablando de historia social, no solo de historia de la moda”. De una funda saca un espectacular vestido amarillo con flores bordadas de 1960. Esta pieza inspiró un deshabillé que el diseñador creó para Bunny Mellon, una de sus clientas más importantes y a la que el museo le dedica actualmente una exposición comisariada por Givenchy con motivo del centenario de la apertura del primer salón del diseñador en San Sebastián.
Inaugurado en 2011 en Getaria, pueblo natal del diseñador, las grandes apuestas del modesto equipo del Museo Balenciaga, capitaneado por Miren Vives, son la conservación del patrimonio del diseñador con una mirada a largo plazo, la formación y la internacionalización del proyecto. Además, están llevando a cabo una concienzuda labor de entrevistas a costureras y familiares. “Todo lo que no se recoge, no se protege, no se investiga, termina desapareciendo”, reflexiona Vives. Y su permanencia es vital para futuros profesionales de la moda —el museo tiene un programa educativo con alumnos de escuelas de moda internacionales—. Y presentes: los directores creativos al mando de Balenciaga han pasado por el museo —con excepción de Nicolas Ghesquière—: lo hizo Alexander Wang y lo acaba de hacer Demna Gvasalia.
En el fondo de escritorio del ordenador de Uria, un anuncio de época de EISA desautoriza la versión oficial que cuenta que Balenciaga no hacía publicidad; el director de las colecciones también ha descubierto este año en el archivo de impuestos a Martina Robes et Manteaux, nombre de la tercera empresa que montó el emprendedor Balenciaga. Según sus cuentas, se llegaron a producir en París más de 180.000 balenciagas. Cada nueva donación es clave: ayuda a completar y añadir datos a la misteriosa biografía del maestro.
Lea el reportaje Balenciaga, cien años de majestad, por Álex Vicente.
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