El verano
El turismo veraniego es una de las grandes conquistas sociales de la transformación de la clase obrera en clase media y un elemento modernizador. Ridiculizarlo ha sido un error. Pero todavía hay que aprender a gestionar el negocio
España se enamoró del verano e hizo del verano una industria poderosa. El verano español representa en Europa la alegría y el placer de vivir, representa aquello por lo que se lucha en los oscuros meses de invierno. El hedonismo nacional se convirtió en un negocio y en estos momentos debe de haber unos miles de hoteles que se apellidan Sol y Mar, o Costa Azul, o Mediterráneo Beach, o don Pepe, o don Juan, o Tropicana III, o Neptuno, o Estrella del mar, o Puerto Azul, o Arena beach, o Park Plaza Playa, etcétera, que atraviesan todo el arco del Mediterráneo y que proclaman su cercanía a la primera línea de playa como su principal atractivo. La industria hotelera española es de las mejores del mundo. Es experta en aires acondicionados, en piscinas y spas, en terrazas ubicadas estratégicamente. Experta en materializar el sueño del placer del cuerpo. Porque el turismo de playa se basa en el ofrecimiento de la felicidad, y la felicidad reside en el cuerpo humano.
El cuerpo humano hace ya décadas que asesinó al alma. Todo nuestro poscapitalismo se cimienta en la protección de nuestro cuerpo. La industria farmacéutica, la geriátrica, la proliferación de gimnasios, el culto a la salud, la abundancia en atuendos veraniegos (que van desde las cien mil clases de chanclas hasta los coches descapotables), las pedicuras luminosas son ejemplos de la exaltación del verano. Y ese culto se lleva a cabo en un altar. Y ese altar se llama España. El turismo en las playas españolas del Mediterráneo es la última manifestación del culto al cuerpo, enraizada en la alegría de vivir, que han dado las democracias occidentales.
Se espera la llegada de 83 millones de turistas. ¿Cuántos millones caben en el paraíso?
España no ha sabido explorar con imaginación el turismo. Y no hemos sabido hacerlo porque recibimos el turismo como una herencia del franquismo. Pero el franquismo se topó con el turismo de casualidad, no estaba en su ADN político. De hecho, el franquismo convivió con el turismo a regañadientes. En el ADN del turismo hay paganismo y cultura mediterránea y bikinis y toples y nudismo y cerveza helada y la canción del verano y una invitación constante a la promiscuidad y al epicureísmo. Y hay algo importantísimo: la democracia del sol que se demuestra en que cualquiera puede acceder a la metamorfosis de la piel. El bronceado veraniego entraña un cambio de cuerpo. Entraña la adquisición de un cuerpo nuevo, sede de un erotismo que se refleja en la exhibición libre de la sexualidad.
La industria automovilística española adjetivó a sus vehículos con referencias paradisiacas. Y no fue un desacierto encontrarnos con un modelo llamado Seat Ibiza, o Seat Marbella o con una berlina bautizada como Seat Málaga, automóviles que mostraban la toponimia mediterránea. La canción del verano, con aquellos hits setenteros de Vacaciones de verano, de Formula V, o Fiesta, de Raffaella Carra, o series de televisión como Verano azul, dibujaban una España que comenzaba a ser consciente del negocio de la alegría. Ya en el final de El verdugo, la extraordinaria película de Berlanga, se avisaba de manera simbólica del nacimiento del turismo igualado al nacimiento de una España distinta, que iba a dejar atrás a la dictadura.
Para millones de europeos (británicos, franceses, alemanes, belgas, suizos, rusos) la iconografía del paraíso pasa por una copa de vino blanco muy frío, unas vistas exclusivas al mar Mediterráneo, una paella, unas raciones de almejas, de calamares, de pescaditos, de mejillones. Sin embargo, la aparición del turismo low cost puede acabar convirtiendo al Mediterráneo en un vertedero humano. Hay algunos hosteleros que se han dado cuenta de eso y mantienen una oferta de alojamientos sofisticados frente al mar, en donde la celebración del cuerpo humano se hace de manera elegante, exquisita. Obviamente, es una clase media-alta europea la que puede pagarse ese tipo de hoteles de cinco estrellas, especializados en el hedonismo inteligente.
El franquismo convivió con el turismo —que no estaba en su ADN— a regañadientes
El cambio climático al que nos dirigimos está haciendo impracticable el turismo veraniego de las grandes ciudades. La gente desiste de hacer colas a 40 grados a la sombra para ver la Capilla Sixtina o La Gioconda de Leonardo. El cambio climático va a ser el gran demoledor de la solemnidad de la historia y de los residuos románticos del viaje concebido como descubrimiento del arte y de las grandes ciudades. La posmodernidad ha derruido la solemnidad de la historia y de esas ruinas emerge el turismo low cost. Lo que tiene que ofertar España es una sofisticación del hedonismo: hay que convertir al guiri de toda la vida en un caballero del placer, enseñarle a trascender el goce del cuerpo.
La ridiculización del guiri que hemos hecho en España, de ese tipo de turista que es capaz de untar una porra madrileña en una copa de sangría, de esa señora que en un día de playa se convierte en una enrojecida y abrasada gamba de Huelva, tiene un punto de crueldad o de defensa cáustica ante el invasor. Curiosamente, han sido los intelectuales quienes han ironizado y desdeñado siempre el turismo español, especialmente el turismo nacional, tal vez por ser un patrimonio heredado del franquismo, tal vez por la vulgaridad extrema de su adocenamiento. No sé si eran conscientes de que el turismo de verano es una de las grandes conquistas sociales de la transformación de la clase obrera en clase media. Los turistas son hijos del mes de vacaciones, un logro reciente, y de las luchas sindicales y de los aumentos salariales. Quienes disfrutaban del verano antes eran los ricos. Reírse de los guiris es tanto como reírse del avance de la historia. Puede ser que el guiri haga un mal uso del paraíso. Enseñar al guiri a disfrutar del paraíso de una forma inteligente podría ser un buen objetivo para un Ministerio de Turismo eficiente. Aunque el verdadero fantasma que se echa encima de la industria turística es el colapso de recursos y la contaminación del mar. Este año se espera la llegada de 83 millones de turistas. ¿Cuántos millones caben en el paraíso? El paraíso español no está preparado para tanta gente. El derrumbe ecológico, urbanístico, político está al caer y va a hacer mucho ruido cuando ocurra. El problema del guiri actual es que es pobre, pero sigue queriendo disfrutar del Mediterráneo y del sol de España. Nuestro país se transformará este verano en una nación de 130 millones de ciudadanos, es decir, en el territorio más poblado de Europa.
El verano en España tiene un componente solar que lo acerca a los grandes ritos antiguos de la adoración del sol. Ese rito solo se puede acompañar de la presencia del Mediterráneo. Los turistas que eligen España a lo mejor no saben precisar con acierto el porqué de esta obsesión. Pero el porqué de esta obsesión no es ni banal ni ridículo. Es un momento de desnudez ancestral y de exaltación de los gozos terrenales. La obsesión por España es una obsesión atávica por el paraíso. Al fondo del Mediterráneo, de la playa y del sol, de las olas y de la crema solar, de la paella y de la canción del verano, hay una entidad salvaje y eterna: la alegría de vivir. Quien gestione bien la alegría de vivir se hará dueño de un negocio tan rentable como inacabable.
Manuel Vilas es escritor.
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