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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Felipe VI y la indolencia marianista

El Rey se coloca de perfil hasta cuando la crisis soberanista de Cataluña debería obligarlo a reivindicar sistemáticamente la Constitución

El rey Felipe VI, en el Congreso, durante la celebración de los 40 años de las elecciones de 1977.
El rey Felipe VI, en el Congreso, durante la celebración de los 40 años de las elecciones de 1977.ULY MARTÍN

Pablo Iglesias aprovechó su aparición en El Escorial —panteón de reyes— para cuestionar la pasividad de Felipe VI en las emergencias nacionales. Tanto aludía a la corrupción y a la desigualdad social como al problema de Cataluña. Y decía sentirse contrariado por la ausencia conceptual del hijo de Juan Carlos I, aunque las críticas de Iglesias al trono no provienen del escrúpulo institucional ni de la añoranza de un monarca intervencionista, abnegado, o implicado, sino del cuestionamiento de la monarquía misma y de su contingencia en la realidad contemporánea.

Iglesias duda del sistema o pretende deslegitimarlo amparándose en el “anacronismo de la monarquía”. Y no cabe mejor camino para inducir la subversión que ubicar bajo la guillotina la primera magistratura del Estado. Se trata de reivindicar la república no desde el fervor sentimental o desde el convencimiento político sino desde su valor instrumental. Jaque al rey, es la jugada de Iglesias en su discurso escurialense.

La hipérbole no contradice que puedan compartirse las reflexiones del líder de Podemos respecto al silencio de Felipe VI. Ha cumplido tres años en la Zarzuela y ha tenido el mérito de sobrellevar una transición ejemplar de la monarquía a la monarquía, pero cuesta trabajo encontrarle otros méritos más allá de la prudencia o de la justificación. Felipe VI es un rey gobernado por el pueblo. Y no al revés. Naturalmente porque la monarquía parlamentaria constriñe el menor atisbo del absolutismo, pero también porque nuestro rey vive permanentemente escrutado, vigilado y hasta intimidado. Sabemos lo que gana. Lo que hace. Y el ansia de la normalización monárquica no sólo ha subordinado el antiguo boato borbónico al prosaismo funcionarial, también le ha despojado de su misterio o de sus poderes litúrgicos. Lo han convertido en vulnerable.

Es la razón por la que Felipe VI parece tener miedo a exponerse. Se coloca de perfil hasta cuando la crisis soberanista de Cataluña debería obligarlo a reivindicar sistemáticamente la Constitución, exigir el principio de unidad territorial y recordar o recordarse el papel de la Corona en sus connotaciones integradoras. Se diría que Felipe VI —lo prueba la asepsia de sus últimos discursos— se ha impregnado de la indolencia marianista. No tanto por lealtad al Gobierno como por definición de su propia inocuidad o apatía. Se abstiene el Rey. Se paraliza.

Es verdad que la propia Constitución define y no define sus verdaderas atribuciones, pero el requisito de la neutralidad o las obligaciones de la posición super partes no equivalen a la pasividad ni al ensimismamiento en su buena imagen.

La tiene. Y no es fácil que vaya a deteriorarse a la velocidad que pretende Iglesias, pero Felipe VI necesita hacerse necesario, imprescindible. No porque su porvenir de monarca parezca amenazado, sino porque empieza a estarlo el de su hija Leonor.

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