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Loquillo: “No íbamos a vivir más allá de los 30 y aquí estamos”

NO TODOS los días se tiene un amigo junto al que has sido telonero de los Rolling Stones en el Estadi Olímpic de Barcelona y en el Vicente Calderón de Madrid. Alguien con quien has tirado televisores por las ventanas de los hoteles y que luego ha recibido la Medalla de Oro de Barcelona y la Medalla al Mérito de las Bellas Artes del Gobierno de España. Un tipo que en el bautizo de su hijo tuvo de padrino a uno de los jefes del capítulo español de los Ángeles del Infierno y que luego te lo encuentras haciendo presentaciones en el Teatro Real. Un amigo con el que has llegado a estrellarte en moto y tocar esa ­misma noche ambos con varios puntos de sutura, con quien has incendiado accidentalmente un descapotable en las llanuras de Vic y con el que has congregado a 120.000 barceloneses en un recital en Montjuïc (más que los Stones en su famoso concierto de Hyde Park). Un tipo que además se ha paseado en Bentley con ­Johnny ­Hallyday por los Campos Elíseos y vendido del orden de tres millones de ejemplares de sus trabajos solo en España.

José María Sanz (Barcelona, 1960) fue conocido en todas esas tareas con el nombre de guerra de Loquillo. Juntos creamos varios grupos desde 1980. Durante años, nos peleamos a gritos, nos reconciliamos a gritos y nos reímos mucho, mucho, mucho… Cosas así no suceden muy a menudo y ese conjunto de peculiaridades bien merece una entrevista.

“Para un chaval de barrio como yo, la estética puede ser un arma. Un planteamiento que encuentro todavía vigente entre los ‘youtubers’, por ejemplo”.

¿Recuerdas el día exacto en que José María Sanz decidió convertirse en Loquillo? No hubo un día concreto, sino más bien una progresión. Un proceso fácil de entender ahora, a toro pasado, pero difícil de vivirlo entonces. Con 13 años, había dado un gran estirón y me sentía desplazado, incómodo, con un físico muy grande que no sabía ni cómo envolver. Vi por la tele una pelícu­la de rock británico, antigua, de los cincuenta o sesenta, donde Tommy Steele se interpretaba a sí mismo contando su biografía y me gustó cómo vestía. Busqué ropa lo más parecida y entre ella conseguí una cazadora bicolor (lo que llamaban highschool o beisbolera) con un pájaro loco dibujado. Con el estirón, empecé a jugar al baloncesto y coincidí en un equipo con el mítico jugador Juan Antonio San Epifanio, Epi, que ya tenía ese humor tan socarrón suyo, y me empezó a llamar, en broma, Loquillo. Poco después, a los 14, ya todo el mundo me llamaba Loquillo. El hecho de que me marcaran con un alias hizo que me acostumbrara muy rápidamente a ser un personaje y aceptar su significado con todo lo que conlleva: la atención de la gente, el qué dirán, la vanidad, el ser raro, el que me señalaran por la calle. Eso, a la larga, me ha ayudado a soportar la carga del personaje. Me acostumbré muy pronto a ser Loquillo.

El cantante Loquillo pasea por las Ramblas (Barcelona), ciudad en la que nació hace 56 años.

Entonces, ¿el personaje fue construyéndose con el tiempo? Sí. A esas edades descubro el rock and roll, como fenómeno social, como cultura, puesto que entonces el rock hacía poco que había nacido y estaba todavía en cambio. Me gustaron sus valores. Sobre todo porque el punk, con toda su crítica a la modernidad, me llega en el mismo momento en que está pasando, cuando yo tengo 17 años, acabo de ver en un cine American Graffiti y Franco acaba de morir. Así que en cierto modo la construcción del personaje, que se irá desarrollando a lo largo de los siguientes años, es hija tanto del rock como de la muerte de Franco y de un montón de guiños culturales de aquí. Guiños a los que yo voy añadiendo, mientras maduro, todo lo que voy descubriendo de la tradición reciente occidental y me parece interesante: desde Frank Sinatra en la época Reprise hasta la chanson francesa, el cine de John Ford o la Velvet Underground. Cosas aparentemente contrapuestas, pero en las que yo veo un nexo común.

¿Y cuál sería ese nexo? Para un chaval de barrio como yo, hijo de un estibador portuario que era laico y republicano, que luchó en la batalla del Ebro, es decir, hijo de los que perdieron la Guerra Civil, el nexo es que también la estética puede ser un arma. Un planteamiento que encuentro también todavía vigente hoy entre, por ejemplo, los youtubers.

¿Un arma contra qué? Un arma para cambiar el país y para, personalmente, conseguir que tipos como yo pudieran salir del barrio y no estar condenados de antemano a no poder elegir si queríamos seguir allí toda la vida o volar a otros sitios y trabajos.

¿Cómo, en un momento dado, se trasladó todo eso hasta el mundo de la música? Yo nunca lo pensé, ni fue nada planeado. Como me gustaba todo lo que rodeaba el rock and roll, empecé a colaborar en revistas de música y programas de radio. Segis, un promotor de la sala Tabú, en las Ramblas, me dijo que quería montar un grupo de rock clásico para atraer a los marineros americanos que buscaban bebida y prostitutas al ­desembarcar. Estaban tan borrachos que no importaba si sonábamos mal porque ni lo oían. Importaba más que la pinta los atrajera de entrada como algo reconocible, para sentirse visualmente como en casa. Así que ahí encontré un buen lugar para ir aprendiendo con músicos de verdad y, por diversión, introduje canciones de los grupos de aquí de aquel momento, cuyos propios discos le regalaba a mi padre el hermano de Leslie, el cantante de los Sirex, que trabajaba con él. Se oían en mi casa y sus letras me resultaban más comprensibles y cercanas que las del rock americano.

O sea, que ya empiezas entonces a contemplar la importancia de las letras en el rock. Piensa que, entre el baloncesto y el rock, yo ya he descuidado por esa época los estudios, he bajado a las catacumbas. No era mal estudiante, pero lo otro era más divertido y ocupaba todo mi tiempo. Descubro que en la vida no hay tiempo para todo lo que mi inquietud querría hacer. Esa exaltación y un poco de remordimiento hacían que preocuparme por las letras me diera la sensación de que mantenía contacto aún con el territorio de la literatura, de lo cultural. No solo interpreto en aquel momento letras de grupos españoles, sino que pido que me traduzcan las de los grupos americanos que escuchamos. Y hago una jerarquía, entre los que quieren decir algo serio y los que se conforman con algo banal.

“Lo que pasa es que, cuando eres libertario, a veces das y quitas razones tanto a la derecha como a la izquierda, y eso no está bien visto por ninguna de las partes”.

¿Y quién te las traduce? Porque en el barrio, en aquellos tiempos, no había muchos expertos en idiomas. Eso es divertido. Otra cosa que me gustaba del ambiente del rock es que, con el temprano estirón que había dado, me permitía ligar con chicas mayores que yo. Las había de todas las clases sociales, y las de mucho bolsillo me explicaban de qué hablaban las letras y me informaban de cosas y tendencias extranjeras que desconocía.

El sexo es una gran escuela de idiomas y un gran movilizador social, pero cuando un rockero firma su primer contrato discográfico, el tópico suele ser que intenta desclasarse a toda velocidad. Bueno, mi primer contrato (tú ya estabas allí) fue en 1981 con una pequeña discográfica local, la de los hermanos Vidal. Cúspide, se llamaba. Así que, pese a su nombre, como era muy pequeña, no tuvimos muchas oportunidades de desclasarnos. Pero pienso que eso pasa porque la gente de barrio lo que queremos es acceder a los lujos, poder frecuentar los bares más acomodados con naturalidad. No desclasarse puede hacerse conservando contacto con los amigos de juventud del barrio, aunque al día siguiente viajes a un hotel de lujo de otra capital. Los amigos son un termómetro perfecto de cómo estás emocional y socialmente. Pero ha de ser un contacto real, de cerveza y a veces noche en blanco, contándonos cómo va la vida. Hay en algunos de ellos un desprendimiento, una generosidad, que admiro mucho porque en el mundo actual, tan aleatorio, es difícil encontrarte con un tío al que le ha ido económicamente mejor que a ti y que no aparezca la envidia o el resentimiento. En el barrio hay mucha gente que se alegra verdaderamente, con mucha generosidad. Para mí son gigantes morales. Cuando provienes de una clase desfavorecida, yo creo que tienes la obligación moral de no olvidarte de los que no han tenido la misma suerte que tú.

Loquillo y Sabino Méndez, a la entrada de Casa Leopoldo en El Raval (Barcelona).

Y luego llegan los ochenta y la amistad con la movida madrileña que te lleva al éxito y a la popularidad masiva. Oh, sí. Madrid fue el descubrimiento del otro. Un otro que nos habían contado en Barcelona que era terrible y casposo y descubrimos al llegar allí que no era así. Además, la movida en Madrid sí que era mucho más interclasista. Creo que nos adoptaron con tanta naturalidad y cariño porque en su catálogo, que tocaba todos los géneros, solo faltaba un grupo de rock clásico, guitarrero y de cuero negro. Y entonces llegamos nosotros con 19 años, con nuestras canciones y encima catalanes, cosa que, para el humor de la movida, aún nos hacía más pintorescos.

Desde entonces has gozado de éxito durante años. ¿Cuál es el secreto de esa longevidad en el rock? En mi caso, el hecho de hacer un rock guitarrero, muy físico, de moverse y saltar sobre el escenario. Si quieres tocar ese género en directo toda tu vida, te ves obligado a mantenerte en forma. Mira a Mick Jagger o Bruce Springsteen. La disciplina deportiva aprendida en el baloncesto, con hombres como Epi o Aíto García Reneses, me sirvió en ese sentido. Pero luego hay otra longevidad que depende de la frescura de las ideas, de la perpetua conexión con el mundo real, con las tendencias más nuevas. Estoy convencido de que los nuevos héroes del rock del siglo XXI serán mujeres. Ahora se nos acercan muchas instrumentistas al final de los conciertos. Antes venían porque les gustaba la música pero no tocaban nada. La innovación en el rock vendrá de la mano de esas chicas y el rock se convertirá en la música clásica del XXI. La abundancia de grupos homenaje es un síntoma. Veremos morir a todos nuestros héroes musicales y vendrán músicos profesionales a recrear su repertorio.

“No íbamos a vivir más allá de los 30 y aquí estamos, con 56 años y conflictos que no esperábamos y para los que no nos preparó nadie”.

Pero la longevidad acarrea muchas cosas. Cosas aparentemente tan antitéticas como ser rockero y ser padre. ¿Cómo se compatibilizan esos aspectos contrapuestos? Mi hijo Cayo va a ser el primer Sanz que va a la universidad. Es de letras, le gusta la filosofía, la economía y la geografía. Fue finalista de los premios EL PAÍS de los Estudiantes con un documental de López Maturana sobre el final de ETA. Vivimos en San Sebastián. Quiere estudiar Ciencias Políticas, pero también juega al baloncesto. A través de él he patrocinado al Easo, que es una escuela de baloncesto que ha llegado tres veces a los campeonatos de España. Pero tengo claro que no podemos pedirles a los chavales de ahora la fiereza que podíamos tener nosotros entonces, o los Clash y los Pistols en Londres, o los Ramones y Mink DeVille en Nueva York. Somos el producto de un momento y unas circunstancias muy especiales. Un último resto del siglo XX. Somos los últimos de nuestra generación en hacer la música popular de la manera que se hizo. Los jóvenes encontrarán su camino de una forma diferente.

Lo cierto es que, de esa manera antigua de hacer música popular, tú te has convertido, si me permites la expresión, en el rockero de guardia en nuestro país. Algo similar a lo que han sido Johnny Hallyday en Francia o Adriano Celentano en Italia. Sí. Es parte del desarrollo lógico del desembarco del rock aquí. Joaquín Sabina, por ejemplo, se ha convertido en nuestro Bob Dylan, el cantautor de folk interesado en el rock. Habrá que darle el Premio Cervantes. A mí me ha tocado el papel de defensor del sonido rock y lo desempeño muy a gusto. Pero tengo claro que ese estereotipo, el de chaval de barrio que escapa a la delincuencia a través de la música (el de Elvis en King Creole o Celentano en Il ragazzo della Via Gluck) ya no se repetirá. Es producto de una época. Cuando estuve en París grabando con Hallyday, Johnny aún disfrutaba llevándome con su Bentley a toda mecha de los Campos Elíseos al Hipódromo para despistar a sus escoltas. Ese punto gamberro y canalla ya no volverá como origen. Los chavales de ahora tendrán otro trayecto. A Hallyday o Celentano no se les puede criticar porque ellos fueron los pioneros en hacer rock and roll en Europa, inventaron el personaje en nuestro continente.

Muchos de ellos se han convertido en conservadores. ¿Eres conservador? Eso es frecuente en el tío de clase obrera que triunfa. Yo apoyé a los verdes hace 10 años, pero sigo siendo libertario, como mi padre. Lo que pasa es que, cuando eres así, a veces das y quitas razones tanto a la derecha como a la izquierda, y eso no está bien visto por ninguna de las partes. Es curioso comprobar cómo muchos de nuestros amigos que, de jóvenes, se lanzaron a la vida sin red, dado que han conocido la inestabilidad e inseguridad de todo, defienden lo sensato de lo conservador. Y muchos de los que eligieron opositar o ser funcionarios —las decisiones más conservadoras y prudentes del mundo— gustan de las ideas progresistas. Eso demuestra que todos son razonables de una manera instintiva y buscan los valores que faltan en sus vidas según su experiencia personal. Pero hoy hasta los reaccionarios quieren ser progresistas o pasar por serlo. Tiene prestigio. Los libertarios jóvenes de los sesenta siempre vieron la política como algo que venía a manipularlos. Por eso, después de los últimos encontronazos y malentendidos, ya no hablo más de política en las entrevistas.

Hagámoslo, pues, oblicuamente. ¿Cuánto hace que no sales en TV3, la televisión pública de Cataluña? Buff, cinco años o más. Hace un mes llenamos el Palau Sant Jordi un fin de semana y el único medio regional que dio la noticia fue la redacción de Cataluña de EL PAÍS. Los demás, silencio. Yo creo que ese silenciar es una táctica equivocada, porque ya se ha demostrado que, a pesar de cinco años sufriéndola, siguen viniendo miles de personas a los conciertos. Si prefieres informar de una concentración de 150 personas, por el simple hecho de que sean afines, y no del único concierto en tu capital con todas las entradas vendidas ese fin de semana, es cosa tuya. Pero entonces no puedes pretender hacer buena información. Lo que haces es trampa.

Loquillo y Trogloditas, en una imagen de 1997. A la derecha del cantante (centro), Sabino Méndez.

Dicen también de ti que no sabes hablar bien de ti mismo sin cargarte a alguien. Sí, tengo ese defecto. Pero supongo que es por haber estado tantas veces obligados a colocarnos a la defensiva. Hemos sido atacados por no ser buenos músicos hasta que se ha reconocido la grandeza de nuestras canciones e interpretaciones, hemos sido atacados por el poder político por ser rebeldes e imprevisibles, hemos sido atacados por los medios de comunicación por no comulgar con sus ideas, hemos sido atacados incluso por el sistema cultural por llevar a él las subculturas. Y todo eso resistiéndolo solos, con el único apoyo del público, sin respaldo económico, social o institucional. Encima, mi carácter es peleón, ¿qué otra cosa podía pasar? Por suerte, el público no es tonto. Conoce mi personaje, lo coloca en su justa dimensión y disfruta cuando se me escapa un exabrupto. Ya todo el mundo sabe que Loquillo da titulares sabrosísimos. No creo que tenga remedio, porque cambiar el temperamento a estas edades es algo muy improbable.

¿Y ese temperamento es soberbio? Pues fíjate que ahí no creo que lo sea tanto como pudiera parecer. Yo diría que es un problema de planta (mido dos metros) y de manera de expresarme. Me gusta que las frases sean lapidarias, definitivas, que tengan un aplomo que creo debe tener mi personaje. Contemplo perfectamente que pudiera estar equivocado, lo cual no me parece tan grave como para mencionarlo, ocultarlo o tener que pedir perdón de entrada, y pienso ingenuamente que eso todo el mundo lo sabe de antemano. Mi inseguridad es la normal en cualquiera y despreocuparme de ella me lleva a hablar con esa contundencia. Me da la sensación de que, sin querer, provoco un fallo de percepción en quien habla conmigo, como si creyeran que me siento divino. Pero no es así. Se trata tan solo de dos metros de carne fibrosa y nervios, y un temperamento con mucha vida y hambre de todo.

Vitalidad y voracidad. No a todo el mundo le ha sido dado cumplir sus sueños más delirantes. Nosotros, de una manera extravagante, hemos visto realizados bastantes de ellos. ¿Qué sueños te quedan todavía? Me gustaría prepararme bien para poder asumir un final, pero la realidad del día a día me lo complica mucho. Mi principal anhelo es gestionar bien situaciones adultas para las que no nos habíamos preparado porque imaginábamos, aunque ahora parezca una locura, que no íbamos a vivir mucho más allá de los 30 dado nuestro ritmo de vida. Pero aquí estamos, con 56 años y con conflictos que no esperábamos y para los que no nos preparó nadie. La larga enfermedad de mi madre, por ejemplo, que acabó tristemente, o la lucha actual contra el cáncer que sufre mi pareja y en la que estamos. Mientras tanto, quiero intentar hacer discos lo más grandes que pueda desde San Sebastián y abandonar el escenario cuando me toque. En eso de asumir un final, nadie va a hacerlo como Bowie, que hizo coincidir con una bravura y asertividad enorme el vital y el artístico. Pero voy a buscarle las vueltas a ese tema, y puestos a soñar, intentaría dejarle a mi hijo un mundo mejor que al que llegamos nosotros hace años.

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