¿Puede un restaurante prohibir a sus clientes que fotografíen los platos?
Mi curiosa experiencia en Hajime, dos estrellas Michelin en Osaka
Quince días antes de visitar el restaurante Hajime había cruzado varios e-mails con su responsable de comunicación y reservas, una tal Mao Tameda. Después de responder a sus preguntas sobre posibles intolerancias y de facilitarle una tarjeta de crédito como garantía, me advirtió de la política de cancelación de mesas que observa la casa. Si la anulación se realizaba la víspera cargarían en la tarjeta el 50% del importe por persona. En el caso de que se efectuase el mismo día, el cargo sería por la totalidad del menú establecido. Nada nuevo, una práctica que cada vez resulta más habitual en muchos restaurantes del mundo, en especial anglosajones.
En lo relativo al código de vestimenta (dress code), sus requisitos me parecieron irritantes. Los caballeros debían presentarse con chaqueta y zapatos de piel, si bien la corbata no era obligatoria. No se permitían vaqueros, camisetas, bermudas, ni sandalias o zapatillas y – aspecto clave--, me advertían de que estaba prohibido hacer fotografías.
Nunca en mi vida me habían impuesto restricciones semejantes. Bastante contrariado estuve a punto de no desplazarme hasta Osaka y proseguir en Tokio donde me hallaba. Sin embargo, mi amiga Maki Kimura, periodista japonesa, y el cocinero Borja Gracia (47 Ronin ) me habían hablado francamente bien de la cocina de Hajime Yoneda. Un chef que después de varias temporadas en Francia y de haberse formado en la escuela de Michel Bras en Hokkaido abriría su propio restaurante en Osaka. Entró en la guía Michelin con tres estrellas en 2010, poco después de su inauguración, hasta que en 2013 perdería una de ellas.
Con todas las prevenciones esperables, el pasado lunes nos sentábamos en su comedor para la cena. Por si no fuera suficiente, sobre la mesa nos encontramos una cartulina con un texto previo. En su base tres pictogramas en rojo que indicaban, prohibido fumar, hablar por teléfono y hacer fotografías. Más claro imposible. Iconos precedidos del siguiente comentario que traduzco:
“Le rogamos disfrute del mundo HAJIME. Perseguimos la perfección y nuestra cocina es sensible a las temperaturas. Diferencias imperceptibles pueden provocar impresiones completamente distintas. Por favor disfrute de los platos enseguida después de cada servicio, queremos compartir estos brillantes momentos. Amablemente le pedimos no fotografiarlos ni filmarlos por este motivo, y respetar la privacidad de los clientes. Muchas gracias por su comprensión”.
Confieso que al principio me sentí aún más tenso. Después acepté las razones de la casa. Entendía que Hajime trataba de crear una atmosfera especial para que los comensales se concentraran en la degustación que les aguardaba. Algo que Andoni Aduriz habría deseado realizar hace años en Mugaritz. Pero ante la imposibilidad de prohibir que se fotografíen platos que más tarde los clientes pagarán en las facturas, justificaba su petición con otros argumentos.
Cuando los platos, la mayoría bellísimos, comenzaron a desfilar sobre nuestra mesa, empecé a lamentarme de no poder fotografiarlos. Una oportunidad perdida. Luego, volví a relajarme y me dediqué a disfrutar de un menú absolutamente excelente, tan técnico como poético. Propósito al que no ayudaba nada el personal de sala, hierático, rígido, que nos observaba desde cada ángulo generando una tensión latente.
Súbitamente las circunstancias cambiaron. Un joven comensal con apariencia de foodie, quizá llegado desde Singapur, empezó a jugar con su teléfono mientras hacía anotaciones. De pronto, fotografió una composición bellísima de manera clandestina. Me miró al verse sorprendido y me pidió perdón brevemente. Llamamos al jefe de sala y le dijimos que si aquel hombre hacía fotos nosotros no íbamos a ser menos, éramos periodistas y formaba parte de nuestro trabajo. Un diálogo que parecía un juego de niños absurdo. El japonés, muy amable, se sonrío sin comentarnos nada.
Poco después, penetraron en el local 12 alborozados clientes, quizá chinos, que, acompañados de una intérprete, ocuparon dos mesas largas contiguas. Su vestimenta no era otra que la que se puede ver en la fotografía, en esencia camisetas, vaqueros y deportivas. Empezaron a beber mientras que, a intervalos breves, salían para fumar y hablar por teléfono. Los camareros, desquiciados, se desvivían para no romper la cadencia de aquel menú tan delicado.
A partir de ahí abordamos de nuevo al jefe de sala, tan educado como impotente ante las circunstancias. Nosotros habíamos respetado sus normas pero aquellos alborotadores no lo hacían. Nos pidió disculpas compungido y nos dejó entrever que aquel grupo representaba la mitad de la facturación de su restaurante, con una capacidad para 24 comensales. Que si ejercían el derecho de admisión se resentiría la cuenta de resultados y afectaría a sus empleados. Comprendimos sus razones y nos convertimos en sus cómplices.
Seguimos disfrutando de aquel menú excepcional, pero con el protocolo una vez roto, comencé a tomar fotografías. Tras abonar la cuenta, felicitamos al chef Hajime Yoneda que nos pidió disculpas. Era evidente que durante aquella noche la magia y el recogimiento que persigue en su comedor se habían malogrado por razones de peso.
¿Podrá Hajime en el futuro imponer sus normas, o la realidad le obligará a abandonarlas?
Recordé entonces el poema del poeta y dramaturgo alemán Bertold Brecht. Queridos amigos, vivimos malos tiempos para la lírica. Sígueme enTwitter: @JCCapel
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