Elefante asesinado
Es cierto que las alternativas se quedan cortas para reflejar esa acción injusta, violenta, ilegítima

El Diccionario académico define “asesinar” como “matar a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa”. La presencia del término “alguien” remite indudablemente a una persona, pues este pronombre indefinido sólo se puede referir a seres humanos.
Sin embargo, el 8 de marzo anoté una información radiofónica a las 6.45 (lo que no recuerdo es si me levantaba o me acostaba) según la cual un conocido elefante africano había sido “asesinado”. (Si no lo recuerdo, seguramente es que me acostaba).
Unos días más tarde, leía una entrevista en la que Risto Mejide, colaborador televisivo y publicista, llamaba de nuevo a los toreros “asesinos en serie” (revista El Papel, del 26 de marzo).
Esta semana se ha citado en la prensa el estremecedor caso de un “asesino en serie” de gatos ocurrido en Francia, con 200 animales muertos.
Y cuando el famoso félido africano Cecil murió a manos de un dentista estadounidense, en julio de 2015, pudimos leer titulares como “el mundo pide justicia por el león asesinado en Zimbabue”.
¿Se puede asesinar a un animal?
Diccionario en mano, no; igual que tampoco diríamos que el autor de la muerte de Cecil cometió un homicidio; y del mismo modo que nadie contaría que “el fumigador asesinó a todas las cucarachas”.
Sin embargo, ciertos animales dignos de protección o de aprecio despiertan en las personas una empatía que justifica la metáfora del asesinato. Quien acuda a ella estará usando legítimamente los recursos del idioma y las figuras del lenguaje que consisten en partir del sentido recto de un término para proyectarlo sobre una imagen que el receptor identificará por asociación (que no equiparación) con el original.
En definitiva, el verbo “asesinar” y el sustantivo “asesinos” personifican a las víctimas animales, nos las acercan psicológicamente al presentarlas como seres vivos igual que nosotros.
Ahora bien, ese uso será válido hoy en día cuando quien hable o escriba esté expresando una visión subjetiva de lo ocurrido. El hablante o escribiente que experimenta esa repulsión ante el sufrimiento ajeno (incluido el de un animal) está en su derecho de transmitir sus emociones con esta herramienta de la retórica. Pero eso forma parte de la visión personal, y por tanto no encajaría en textos o mensajes que aspirasen a la objetividad.
Es cierto que las alternativas a “elefante asesinado” se quedan cortas para reflejar esa acción injusta, violenta, a menudo ilegítima: “Elefante muerto en Zimbabue” englobaría el fallecimiento por causas biológicas; “elefante cazado” puede no implicar la muerte y reflejar una acción legal; “elefante abatido” puede suponer que sólo se le ha derribado…
El Código Penal, como el Diccionario, no recoge el delito de asesinato cuando se trata de animales (aunque sí incorporó otras figuras delictivas que se deben aplicar en casos concretos de maltrato o muerte). Pero las palabras absorben con el tiempo nuevas acepciones que se les añaden de manera natural gracias a los cambios sociales y al uso reiterado de los hablantes (no confundir hablantes con periodistas). Por eso cabe confiar en que dentro de poco el sentir general lleve a que los significados objetivos de la lengua incluyan, en determinadas circunstancias que será preciso definir, la afirmación de que un animal ha sido “asesinado”.
Sobre la firma

Doctor en Periodismo, y PADE (dirección de empresas) por el IESE. Estuvo vinculado a los equipos directivos de EL PAÍS y Prisa desde 1983 hasta 2022, excepto cuando presidió Efe (2004-2012), etapa en la que creó la Fundéu. Ha publicado una docena de libros sobre lenguaje y comunicación. En 2019 recibió el premio Castilla y León de Humanidades