Memoria sin excepciones
En Estados Unidos y España el pasado no desaparece sólo porque se declare superado
La controversia sobre el Valle de los Caídos y el revuelo en Nueva Orleans al retirarse las estatuas de los líderes sureños de la Guerra Civil estadounidense son ejemplos de una memoria histórica a medio hacer en dos países que pensaban que estaban al margen de las leyes de la historia. Al contrario, tanto la Guerra Civil española como la norteamericana no fueron asumidas debidamente por sus respectivas sociedades. Generaciones más tarde, todavía pagan un alto precio social por ello.
No extraña que haya controversia en España por a la recomendación aprobada por el Congreso de quitar el ataúd de Franco de un sitio de honor en el Valle de los Caídos. La memoria histórica lleva dividiendo a los españoles desde 2006. La fórmula de éxito de la democracia en España, se dice, fue superar el pasado para mirar al futuro. Este consenso, concluyen, construyó la democracia posfranquista excepcional, en una transición ejemplar que ha servido de modelo en medio mundo.
Pero España ya no puede considerarse una excepción y quizás nunca lo fue. El movimiento ciudadano “memorialista” sigue creciendo desde 2000, exhumando fosas y cambiando de nombre las calles para reflejar un rechazo a la dictadura y un deber moral con sus víctimas.
En un mundo cada vez más globalizado y con conciencia de los derechos humanos no hay excepción a las obligaciones de los Estados bajo el derecho internacional. El “derecho a saber,” proclamado por Naciones Unidas, no es anulado por amnistías nacionales e implica el deber estatal de investigar las evidencias de atrocidades y así honrar a las víctimas y narrar sus historias perdidas. Reconvertir el Valle de los Caídos para que su mensaje incluya a todas las víctimas de la Guerra Civil sería avanzar en la democratización de la memoria colectiva.
Es imprescindible democratizar el recuerdo histórico para incluir las voces de los ciudadanos que todavía se sienten marginados
En Estados Unidos, quizás el país excepcionalista por excelencia, se ve estos días en las primeras planas una disputa similar por la memoria histórica que cuestiona su heroica identidad colectiva. Nacida de la primera rebelión colonial exitosa en la edad moderna, EE UU se ha considerado una nación modélica por su sistema político innovador, igual que por rescatar al mundo en la II Guerra Mundial y como la gran potencia democrática internacional. Pionera y benéfica, se cree una excepción a las reglas de la historia.
Pero, igual que España, EE UU se enfrenta hoy a las consecuencias de un pasado difícil, que no desaparece sólo porque se declare superado: su guerra civil (1861-1865), que marcó el fin de la esclavitud. La controversia actual estalla con la iniciativa del Ayuntamiento de Nueva Orleans de desmantelar y reubicar cuatro estatuas conmemorativas de líderes militares y partidarios de la “Causa Perdida” del supremacismo blanco. El debate se centra en lo que representa la “preservación histórica”: para la gran población afroamericana, descendientes de esclavos, mantener las estatuas en sitios privilegiados perpetúa la alabanza de un régimen basado en su deshumanización, una perversión continua de la alabada democracia americana.
Esta deshumanización de los afroamericanos, lo que Jim Wallis ha llamado “el pecado original” de la democracia más potente del mundo, todavía no se ha expiado. Al contrario, en la penumbra de la presidencia de Obama ha surgido una nostalgia racista, plenamente a la vista entre los seguidores de Trump en la campaña presidencial de 2016 y en episodios espeluznantes de violencia racista, el más reciente en la Universidad de Maryland. Un siglo y medio después de la guerra civil, la falta de integración igualitaria de la comunidad africano-americana sigue siendo la gran cuenta pendiente política, social y ética de EE UU. Y los costes, antes o después, se pagan.
De estos dos casos, surge una lección: el excepcionalismo es una forma de impunidad, y la impunidad no protege la democracia; al contrario, la socava. Es imprescindible democratizar la memoria para incluir las voces de los ciudadanos que todavía se sienten marginados por razones históricas. En esto no hay excepciones. Se trata de un ejercicio duro, difícil, conflictivo y de larga duración, pero necesario. El logro de emprender este viaje de humildad hacia el pasado sí que sería verdaderamente excepcional.
Stephanie R. Golob es Profesora Asociada (Titular) de Ciencias Políticas en Baruch College, Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY)
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.