Muerte de un comanche
El jefe Manga Roja fue la única víctima en la batalla de Pawnee Fork, Kansas
Cuando me preguntan quién es mi indio favorito, lo que, ciertamente, sucede con poca frecuencia, no respondo que Caballo Loco, Gerónimo o Uncas (a los cuales tengo en gran estima) sino el jefe comanche Ikanosa, también conocido como Brazo Rojo o Manga Roja. Dicho bravo, al que no hay que confundir con el jefe de los apaches mimbreños Mangas Coloradas, a la sazón suegro de Cochise, fue el lamentable protagonista de una de las historias más absurdas del Far West y que conocemos como la batalla de Pawnee Fork, en Kansas.
El enfrentamiento, en el que Ikanosa fue precisamente el único muerto, se produjo el 12 de mayo de 1847 cuando una partida mixta de cien comanches, liderados por nuestro hombre, y otros tantos kiowas, bajo el mando de Satanka (Oso Sentado) que andaban en busca de bronca con sus mutuos enemigos pawnees, dieron con el rastro de una caravana que hacía el famoso Camino de Santa Fe. Ikanosa propuso atacarla, Satanka se negó aduciendo el tratado de paz de 1837, y entonces el comanche le llamó cobarde, se puso estupendo y dijo a los kiowas que ya podían mirar como nenazas (el término exacto comanche que usó no lo sabemos) mientras ellos se comportaban como guerreros.
Al lanzarse sobre la caravana (19 carros tirados por mulas y 54 hombres, entre ellos 14 soldados de los Voluntarios de Misuri como protección), que había formado el preceptivo círculo, Ikanosa tuvo la mala suerte de ser el primer y único comanche en caer cuando una bala le atravesó la rodilla y mató a su caballo, bajo el que quedó atrapado. El jefe gritó pidiendo ayuda a Satanka pero este, aún caliente por los insultos, se hizo el sordo. Stanley Vestal, ese gran mitógrafo del Oeste, nos dice que Ikanosa no estuvo a la altura de lo que se espera de un bravo: en lugar de aceptar su (mal) sino con coraje y recitar su canción de muerte —lo habitual en estos casos, vamos— pegaba unos chillidos de aquí te espero suplicando auxilio, hasta que los soldados llegaron hasta él y, pum, lo remataron. Los kiowas y los comanches, que se limitaron a mirar desde sus ponis, se marcharon moviendo la cabeza, no sin pillar (gente práctica al cabo) algunas acémilas.
La historia tiene un colofón: cuando un mes después pasó por el lugar una patrulla, descubrieron el esqueleto de un indio bastante roído por los lobos pero aún con parte de la piel, los tendones y una mata de cabello en el cráneo. Tras pasarse los restos de mano en mano y no hacerse un selfie con ellos porque aún no existía la posibilidad, los soldados los lanzaron sin ceremonia alguna al río.
Es difícil extraer lecciones del suceso, más allá de que no es buena idea dudar del valor de los kiowas y de que un día tonto lo tiene cualquiera, incluso un gran jefe comanche.
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