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Tribuna
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Trump y los molinos de viento

Si EEUU confirma su apuesta por los combustibles fósiles pondrá en riesgo su autonomía y liderazgo

Javier Solana
Trabajadores instalan paneles solares en Wuhan, China.
Trabajadores instalan paneles solares en Wuhan, China. Kevin Frayer (Getty Images)

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Estamos de celebración. Hace pocos días, en el Día Internacional de la Madre Tierra, se cumplió un año de la ceremonia de firma del Acuerdo de París, un hito del multilateralismo y el avance más importante en la historia de la lucha global contra el cambio climático. El tratado entró en vigor en noviembre y cuenta en la actualidad con 195 firmantes, de los cuales 143 ya se han constituido en Estados parte. Hasta cierto punto, el entusiasmo sigue estando justificado, pero desgraciadamente no todo son buenas noticias: los derroteros por los que discurre la política energética estadounidense con la Administración Trump han empañado este primer aniversario.

El objetivo central del Acuerdo de París es que, durante este siglo, el aumento de la temperatura media mundial se mantenga claramente por debajo de 2°C con respecto a niveles preindustriales. Aproximadamente, este límite de 2°C de aumento equivale a 0,9°C si tomamos como base el año 2016, que fue el más caluroso desde que comenzaron los registros de temperatura modernos. Con este propósito en mente, se ha logrado que países en vías de desarrollo como China (el mayor emisor mundial de GEI) e India (el tercero) arrimen el hombro. El revolucionario régimen de París se apoya en las llamadas “Contribuciones Nacionalmente Determinadas”, que son establecidas voluntariamente por los Estados Parte.

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Durante la campaña electoral estadounidense, Trump se comprometió a “cancelar” el Acuerdo de París, si bien su posición evolucionó y posteriormente dijo mantener “una mente abierta” al respecto. Mientras el mundo sigue pendiente de su decisión, el pasado mes de marzo Trump ya propuso unos presupuestos federales que no van en consonancia con el espíritu de París. Es de destacar que estos presupuestos eliminarían la inversión en investigación sobre el cambio climático y reducirían en casi un tercio los fondos de la Agencia de Protección Medioambiental. Por si esto fuera poco, el presidente estadounidense presentó una orden ejecutiva que aboga, entre otras cosas, por desmantelar el principal pilar de las regulaciones energéticas de Obama: el “Clean Power Plan”, diseñado para limitar la combustión de carbón en centrales eléctricas y apostar en mayor medida por las energías renovables. “Mi Administración está poniendo fin a la guerra contra el carbón”, afirmó Trump. “Vamos a tener carbón limpio, carbón realmente limpio”.

A todas luces, la expresión “carbón limpio” es un oxímoron. A lo sumo, podemos aspirar a un carbón más limpio, implementando prácticas que acarrean costes elevados y cuya conveniencia divide a los expertos en el medio ambiente. En cualquier caso, no parece que el declive del carbón vaya a verse revertido con las medidas de Trump y, de hecho, el mal llamado “carbón limpio” sufriría todavía más que el convencional en un escenario de mayor desregulación. Su viabilidad desde una perspectiva empresarial requiere de incentivos, como poner un precio al carbono.

Las prioridades de Trump chocan con las de Estados como California, que no están dispuestos a ceder la iniciativa en innovación tecnológica

Paradójicamente, la imposibilidad de que la industria del carbón vuelva por sus fueros se debe en parte al compromiso que ha mostrado el propio Trump con la promoción del gas de esquisto (shale gas). Su auge en la última década ha contribuido a reducir los precios del gas natural, lo cual por efecto del mercado ha hecho que disminuya la cuota del carbón en la combinación energética estadounidense. A pesar de tratarse también de un combustible fósil, el gas natural tiene la ventaja de que genera aproximadamente la mitad de dióxido de carbono (CO2) que el carbón convencional. Por consiguiente, en principio resulta menos nocivo, siempre y cuando se controlen de forma estricta las fugas de su principal componente, el gas metano (y cabe decir que la orden ejecutiva de Trump no apunta precisamente en esta dirección).

Asimismo, aunque no pueda confiarse exclusivamente en las fuerzas del mercado para construir una economía suficientemente descarbonizada, no es menos cierto que el sector privado percibe a las energías renovables como un negocio cada vez más rentable. Se calcula que, en Estados Unidos, los costes de la energía eólica han caído en dos tercios desde 2009, mientras que los de la energía solar a escala de servicio público han disminuido en un 85%. Según un informe del Departamento de Energía de los Estados Unidos, los puestos de trabajo directamente vinculados en dicho país a los sectores de la energía eólica y de la energía solar aumentaron en 2016 en un 32% y un 25% respectivamente.

EEUU puede abandonar el Acuerdo de París, de cuyo impacto negativo le ha alertado incluso la petrolera ExxonMobil

Las prioridades de Trump prometen chocar contra las de Estados como California, que no están dispuestos a ceder la iniciativa en términos de innovación tecnológica. Y es que, afortunadamente para la salud del planeta, otras potencias globales no se han sumado al revisionismo de Trump y siguen sin contemplar dar marcha atrás en sus respectivas transiciones energéticas. China—que ha tomado conciencia de sus muy graves problemas medioambientales—y la Comisión Europea ven en las renovables una inversión de enorme potencial socioeconómico, y más cuando se está demostrando que es posible crecer sin que aumenten las emisiones de GEI. Tampoco se les escapa que estos recursos pueden ser provechosos a nivel geoestratégico: por ejemplo, su menor vulnerabilidad a desastres naturales y a la amenaza del terrorismo conduce a un incremento de la seguridad energética.

De consolidarse la apuesta de Trump por los combustibles fósiles, la independencia energética estadounidense que se propone promover se vería socavada a la larga. Trump estaría permitiendo que otros países tomaran las riendas de una cuestión política y económica que va a marcar el siglo XXI. Esto, dicho sea de paso, recordaría a su renuncia al Acuerdo Transpacífico (TPP), de la que China ya está tratando de sacar partido. Además, aunque el efecto de las políticas de Trump se vería limitado por los factores previamente mencionados, estaría poniendo en riesgo el cumplimiento de Estados Unidos con sus compromisos con respecto al Acuerdo de París. Peor todavía sería que finalmente decidiese abandonar—lo que no significaría “cancelar”—el Acuerdo, una posible elección de cuyo impacto negativo le ha alertado incluso la petrolera ExxonMobil.

La lucha contra el cambio climático continúa lejos de dar los frutos deseados. De persistir las tendencias actuales en cuanto a emisiones de GEI no conseguiremos alcanzar las metas establecidas en París. Por mucho que los mercados estén abrazando a las renovables, seguimos necesitando una mejor regulación dentro de cada estado para encauzar las dinámicas económicas y responder a las externalidades negativas (corrigiéndolas con medidas como tasar el carbono). Y, cuando los bienes públicos son de carácter global, como es el caso de un clima estable, es preciso un enfoque multilateral y coordinado como el que ofrece el Acuerdo de París. Defenderlo es un imperativo y, en los tiempos que corren, sembrar dudas sobre la evidencia científica y la conveniencia de los pactos forjados representa un calamitoso error.

Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.

© Project Syndicate, 2017.

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