Tremendos 16
No imaginamos la angustia de sentirse patito feo viendo continuamente cisnes en las redes
A diario, ni te enteras. Bastante tienes con llegar viva a tu propia meta. Vuelves a casa para la cena después de haberla llamado mil veces sin respuesta y haber rezado para que todo esté en orden, por muy caótico que sea. Compruebas que está entera. Confirmas que parece o muy contenta o muy de morros, como suele. Verificas, sobre todo, que no está más triste de lo ordinario, alarma de alarmas, y das gracias a los dioses por haber superado la prueba hasta mañana. En cuanto pasas más tiempo cerca te topas, sin embargo, con una extraña en casa. Tu propia hija adolescente. La que se hace un ovillo para que ni le hables ni la mires mientras tú le bramas que qué le pasa y ella te ladra que no le pasa nada, “mamá, chaval, pesada”. La que se te cuelga del cuello deshecha en llanto porque sus amigas han intimado de más en Snapchat y ella se ha sentido “lo puto peor, mamá, chico”. La que te confiesa que igual tiene ganas de llorar que de reír y que no se aguanta del pavo que tiene encima, “te lo juro, mamá, tío”.
Lo de toda la vida, pero distinto, porque su mundo y el nuestro ya no es el mismo. Me río yo de los expertos que nos sermonean sobre cómo supervisar a nuestros hijos. Nos contentamos con saber, presuntamente, con quién andan y con quien wasapean. No tenemos ni idea. No imaginamos la angustia de sentirse patito feo viendo continuamente cisnes en las redes. No sentimos el escrutinio del grupo al segundo en el móvil. No sufrimos —no recordamos— el vértigo de estar lleno de inseguridades mientras los demás te restriegan sus soberbias. Triunfa ahora la serie 13 Reasons Why, en la que una adolescente cuenta los motivos de su suicidio en 13 capítulos. Este puente, mi pava y sus íntimos se los han bebido a morro en mi casa mientras una les contemplaba muerta de amor y de miedo. ¿Dulces? Tremendos 16. Quién los pillara. Y qué descanso haberlos ya pasado.
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