Miguel Ángel Bastenier, la leyenda del tiempo
Una Redacción sin gente como las que él representa, y que aquí quedan citadas, es un mundo roto que sólo tiene el consuelo de rendirles memoria y amor, ininterrumpido recuerdo
Era veloz, ocurrente, analítico, excéntrico, cumplidor, estrafalario, conversador, introvertido, lenguaraz, exacto. Es cierto que empezaba a escribir un editorial y, cuando ya lo tenía mediado, le preguntaba al director de qué iba, si a favor o en contra. Tenía saberes muy dispares; aunque no era un deportista, era sabio en ciclismo y en tenis, y al fútbol no le daba bola, le parecía vulgar.
Era un lector fuera de serie; iba por las mesas, hasta los últimos días recientes en que acudió a su trabajo en EL PAÍS, y seleccionaba con desdén algunos libros. "No pasarán a la historia". Y luego se llevaba uno, generalmente de Historia.
Sabía de cine más que nadie, y de la historia del siglo XX. Desdeñaba los nacionalismos como una lacra, y se sabía todos los trucos del oficio con el que vivió hasta el final
El periodismo fue su pasión; lo abrazó al tiempo que abrazó los crucigramas de La Vanguardia. Sus 2.000 estudiantes eran para él el mayor premio de su vida; como cuenta Bernardo Marín, que fue su alumno también, se supo de memoria los nombres y apellidos de todos aquellos chicos, en Madrid y en Cartagena de Indias, hasta que llegaron al número mil. Su memoria extraordinaria no aceptaba ya más nombres propios.
Daba la impresión, hablando con él, que desdeñaba lo menor, lo que no era extraordinario, en la historia intelectual o literaria, o periodística, pero era solo fachada: todo lo humano le interesaba.
Era, aparentemente, un hombre atado a su vanidad, a la que tenía derecho; pero le decías que bajara la ceja y entonces se reía de sí mismo, y de los verdaderamente vanidosos.
Sabía de cine más que nadie, y de la historia del siglo XX. Desdeñaba los nacionalismos como una lacra, y se sabía todos los trucos del oficio con el que vivió hasta el final.
Si se contaran las anécdotas de Bastenier (las de su existencia como imposible gastrónomo, las que protagonizó en las redacciones, como cuando llamaba a medianoche para reprochar a un jefe de sección que no pusiera bien las comas en una cuña, las de sus pasiones deportivas) abonarías la idea que se tiene de los periodistas excéntricos.
Pero él era, sobre todo, un periodista de la buena escuela, como el también desaparecido Joaquín Prieto: como sabía más que nadie, nos hacía comprobar con conocimiento de causa, y era tan exigente con los errores como maestro para reprenderlos.
Nunca lo vi llegar tarde al trabajo, ni irse porque fuera la hora: en eso también era un periodista antiguo instalado en la época en que ya los periodistas caíamos en la tentación de venir al periódico como si este fuera una oficina.
Venía hasta cuando no tenía que venir: en los últimos años, como Feliciano Fidalgo, como Prieto, como Jesús de la Serna, como, a su manera, Manuel Vázquez Montalbán, sentía la obligación de estar en EL PAÍS, o cerca de EL PAÍS, como si estuviera dotado de la intuición, que a veces es melancolía, de que un periodista no puede dejar jamás de estar disponible.
Hablé con él en taxis, en almuerzos estrafalarios, hablé con él en la Redacción, y me enfadé con él, y lo quise, cuando se sentía abandonado o no requerido, cuando luchaba por tener una línea más o una reseña, y le suplicaba a la vida que le diera tiempo para ser periodista para siempre y siempre, y le acompañé en estos últimos tiempos en que el hombre sabe su destino que es, como decía Pablo Neruda, el de amar y despedirse.
Su destino era despedirse habiendo amado, entre otras cosas sagradas, este oficio extraordinario en el que él entra ya en el tiempo de la leyenda. Una Redacción sin gente como las que él representa, y que aquí quedan citadas, es un mundo roto que solo tiene el consuelo de rendirles memoria y amor, ininterrumpido recuerdo.
Querer a Bastenier es querer el oficio.
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