Una presidencia en gestación
Los primeros 100 días de Trump, convulsos y contradictorios, aumentan su impopularidad
Unos días en Washington bastan para entender que un presidente desvergonzado, sin conocimientos ni carácter adecuado para encaramarse a la Casa Blanca, no será capaz de desestructurar el Estado, y darle la vuelta al mundo que hemos conocido. Ni siquiera un presidente tan irresponsable como para comunicar y gobernar a través de tuits, avivando las emociones más primarias, puede trastocarlo todo. EE UU no es una empresa privada propiedad de Trump que pueda manejar a su antojo. Los cortafuegos constitucionales funcionan, comenzando por los jueces federales que paralizaron su veto a la inmigración de seis países musulmanes.
El presidente tiene que ganarse al Congreso, a pesar de la mayoría republicana en las dos cámaras. Los grandes periódicos han rectificado y el Post, en Washington, y el New York Times, han reforzado su periodismo de investigación y someten la nueva presidencia a un riguroso escrutinio. Las grandes ciudades se niegan a cumplir las medidas represivas contra los inmigrantes. Crece la movilización ciudadana y despiertan las universidades.
En los primeros 100 días de su convulsa presidencia, que se cumplen hoy, Trump ya ha logrado el récord de ser el presidente menos popular desde Eisenhower, con un 53% de desaprobación. Sin embargo, una mayoría de estadounidenses le ven como un líder fuerte. Por encima del ruido y la furia iniciales, su presidencia está aun en gestación, envuelta en un vértigo de contradicciones. Pero se detecta un inicio de abandono del fervor revolucionario a favor del realismo pragmático.
Trump redobla las marchas atrás, la más notable sobre China, con la que trata de acomodarse. Vira hacia la ortodoxia en política exterior, abandona la camaradería con Putin presionado por sus dos generales, ambos competentes, al frente de Seguridad Nacional y el Pentágono. No ha conseguido despejar las sospechas de su relación con Rusia y de su supuesta colusión con Moscú. Intenta reconducir su inicial desdén hacia la Unión Europea. Sin estrategia clara pero con la intención de enviar el mensaje de que con EE UU ya no se juega, bombardea en Siria o lanza la madre de todas las bombas contra el ISIS en Afganistán.
En la Casa Blanca ha encendido una peligrosa fogata, enfrentando a los nacionalistas populistas que quieren llevar hasta el final el trumpismo prometido a las clases medias y trabajadoras en la campaña, encabezados por Steve Bannon, y los globalistas, encarnados por su yerno y el presidente del Consejo Económico Nacional, y el secretario del Tesoro, representantes clásicos de Wall Street. Partidarios, triunfantes por ahora, de una contundente reforma fiscal que enriquecerá a las grandes empresas y a los más ricos.
Trump ha tenido que retirar su contrarreforma sanitaria para acabar con el Obamacare. Pospone de momento el muro con Méjico y emite señales contradictorias sobre los tratados de libre comercio. Refuerza la marca Trump y el personalismo narcisista de su presidencia, que considera un asunto de clan familiar, único reducto del que se fía, casi a la siciliana: su hija preferida Ivanka, y su yerno Kushner, asesor áulico en política exterior y fuente inagotable de conflicto de intereses. La suerte de la presidencia Trump está muy lejos de estar echada.
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