El Bósforo de Almásy
No hay lugar como la geografía de la persona amada
De entre todos los lugares, imaginarios o no, ninguno como el Bósforo de Almásy. Los hay más remotos y espectaculares, pero ninguno tan romántico. Regresé allí la otra noche y su brillo seguía intacto. El Bósforo de Almásy no es el de Constantinopla que canta Victor Hugo y en el que la luna serena juega sobre las flotas dormidas cerca del serrallo mientras los cormoranes se sacuden el agua de las alas, como si arrojaran perlas. No, el de Almásy es un Bósforo de piel y carne cálida, un estrecho, un huequito en la base del cuello de la persona amada. En El paciente inglés,el explorador del desierto egipcio Ladislaus de Almásy, enamorado de la mujer que le leyó un perverso pasaje de Heródoto (la historia de Giges y la mujer del rey Candaules), quería bautizar ese accidente geográfico en el cuerpo de ella para tomar posesión. Qué importaba que ese lugar tuviera ya nombre oficial —sinoide vascular o escotadura supraesternal— y ella fuera una mujer casada. Nombrar es poseer.
En una escena preciosa de la oscarizada película de Minghella, Almásy/Ralph Fiennes, en un descanso de las dunas y la búsqueda del oasis perdido de Zerzura, recorre con el dedo ese accidente geográfico del esplendoroso paisaje desnudo de Katharine Clifton/Kristin Scott Thomas. “Quiero este lugar, me encanta este hueco. Pediré al rey que esta maravilla se llame el Bósforo de Almásy”. La escena como tal no existe en la no menos inolvidable novela de Michael Ondaatje, pero sí a lo largo de las páginas la obsesión del aventurero con ese punto de ella, apenas la huella de un pulgar. “Me zambullía desde su hombro en el Bósforo. Descansaba la vista en él”. Ese afán de encontrar la esencia de la persona amada para atrincherarte allí de la irremediable pérdida y de todo el inevitable dolor del mundo.
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