Aunque en anteriores ocasiones no me había atrevido a probarlos, esta vez estaba decidido a conseguirlo. Acabábamos de visitar el Farmers Market de Manila cuando al final del recorrido nos encontramos con un puesto repleto de huevos. En primera línea una cestita cubierta por un paño que al descubrirlo dejó a la vista un montón notable. Huevos de tamaños semejantes a los de gallina, pero marcados con rayas y garabatos en la cáscara.
“Aquí tienes todos los balut que quieras”, me dijo un amigo filipino. “Están recién cocidos, tienen 17 días y deben tomarse calientes. Son huevos de pato ya fertilizados, con el embrión en desarrollo dentro”. Quiero probar uno, contesté en voz alta a quienes me acompañaban, entre ellos algunos profesionales de la cocina como Margarita Forest (mejor cocinera de Asia 2016).
Para aquellos que no hayan oído hablar de esta especialidad, de coste asequible ( ½ euro la unidad), que se supone de origen chino y es muy apreciada en Filipinas, Camboya y Vietnam, quiero aclarar que siempre me ha resultado denterosa. Un bocado poco apetecible a pesar del respeto que me inspiran todos los hábitos populares. Nunca me ha bastado con que posea un elevado poder reconstituyente y que resulte ideal contra las resacas, según afirman.
El vendedor rompió la cáscara de uno de ellos y me invitó a que me bebiera los fluidos internos del huevo, el caldo desprendido entre la cáscara y la carne. Sorbí despacito con enorme reticencia y su sabor templado me resultó agradable. Me recordaba al caldo de las cabrillas (caracoles) de algunos bares de Sevilla. Antes de que mordiera la parte sólida espolvoreó la superficie con sal y la roció con un picadillo avinagrado de verduras parecido a los que componen el famoso kinilaw, el ceviche filipino.
Aun así, su aspecto no era nada estimulante. En la superficie se entrelazaban sombras amarillas y manchas blancas surcadas por venas negras. Sin pensarlo dos veces mordí aquella cosa con mucha desconfianza. El primer bocado me supo a mollejas de cordero y a yema de huevo con notas de hígado. No estaba nada malo y menos aún con el aliño ácido y picante.
Superada la prueba me di cuenta de que a mi alrededor otros clientes lo paladeaban con verdadera delectación, entre ellos el conocido cocinero Claude Tayang y la pastelera Sally Camacho, ambos filipinos. Todavía andaba conmocionado por la experiencia, cuando Tayang me comentó sonriente: “El balut no solo es parte de la comida callejera en Filipinas, sino que lo ofrecen en restaurantes y ha pasado a ser un ingrediente con el que se ensayan recetas modernas, entre otras cosas, sopas y tortillas. Se consiguen a partir de huevos de pato de raza mallard (Anas platyrhynchus ). No olvides que si el tiempo de maduración se prolonga hasta 22 días desarrolla huesecillos y plumas”. Estremecedor, pensé en ese momento.
Curiosamente, horas más tarde me lo ofrecieron como una delicadeza en el bufé de una recepción organizada por el Ministerio de Turismo de Filipinas para cocineros y prensa extranjera. Esta vez los trozos de balut con su propio caldo nadaban dentro de pequeñas tarrinas cubiertas por láminas de hojaldre doradas en el horno. A todos los efectos una receta de altos vuelos.
Como me molestan las barreras culturales que nos separan de ciertos alimentos y nos aproximan a otros de manera caprichosa, intento probarlo todo y acumular experiencias mentalmente asequibles. Pero el conocimiento no significa tolerancia, en ocasiones todo lo contrario. El cuy peruano, de la familia de las cobayas, que antaño me planteaba reparos, me parece una carne deliciosa. No me importan las hormigas cítricas amazónicas y me gustan los chapulines y los huevos de hormigas mexicanos. En cambio, nunca volveré a probar la carne de serpiente, ni me atreveré con las crisálidas de mariposas y los alacranes fritos que venden en las calles de Pekín. Aunque el balut me ha gustado, no sé si algún día me atreveré a repetir la prueba. Sígueme en Twitter: @JCCapel
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