El derecho escocés a decidir
Se entiende que Bruselas y el conjunto de Europa simpaticen con Edimburgo, alguien que quiere entrar en el club cuando otros quieren irse


David Cameron y Theresa May recogerán lo que han sembrado. No son Alex Salmond y Nicola Sturgeon quienes decidieron por un capricho secesionista la convocatoria del primer referéndum sobre la independencia en 2014 y de un segundo a celebrar en 2018.
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Cierto es que su partido, el Scottish National Party, como otros partidos nacionalistas, tiene en su programa el objetivo de la independencia, que se activó en 2011 cuando obtuvo por primera vez una mayoría absoluta en el parlamento de Edimburgo y solicitó de Londres la celebración de un referéndum. Tanto entonces con Salmond como ahora con Sturgeon, el nacionalismo escocés ha partido de posiciones pragmáticas, que le conducen a buscar la ampliación gradualista del autogobierno en vez del asalto definitivo a los cielos.
Salmond intentó de Cameron un referéndum con tres opciones, que permitiera votar a los nacionalistas moderados y a quienes no son partidarios de la independencia por una mejora sustancial del estatus de Escocia en el Reino Unido en vez del rechazo o la adhesión a la independencia. El primer ministro británico prefirió jugárselo al todo o nada, confiando en su buena estrella y en su capacidad persuasiva, en un adelanto del referéndum del Brexit, del que ya se veía brillante y arriesgado vencedor. Su antecesor laborista, Gordon Brown, le sacó las castañas del fuego con la única campaña persuasiva a favor de mantener el lazo británico; y también ayudaron las promesas, luego incumplidas, de incrementar el autogobierno en caso de una derrota de la independencia como la que se produjo.
Sturgeon ganó a continuación sus elecciones con el propósito de celebrar otro referéndum “en caso de un cambio significativo y sustancial en las circunstancias que prevalecieron en 2014, como sería que Escocia quedara fuera de la Unión Europea en contra de su deseo”. Es lo que hay ahora y por partida doble. Un 62% de los escoceses votaron en contra del Brexit y la primera ministra británica ni siquiera ha consultado al Gobierno escocés antes de aprobar en Westminster su mandato para pedir el divorcio europeo dentro de este mes de marzo, ni tampoco se ha mostrado dispuesta a negociar un Brexit suave que permita a Escocia seguir en el mercado único europeo sin abandonar el Reino Unido.
Se entiende que Bruselas y el conjunto de Europa simpaticen con Edimburgo, alguien que quiere entrar en el club cuando otros quieren irse: el separatista de un separatista es un unionista europeo. También se entiende que Madrid, en sintonía con Londres, mande a la cola de la adhesión a una futura Escocia independiente, para que no cunda el mal ejemplo.
De prosperar el nuevo referéndum y sobre todo de alcanzarse la independencia, el derecho a decidir, paliativo para países no colonizados del derecho de autodeterminación, habrá hecho un boquete en el territorio de la estabilidad occidental donde hasta ahora no había conseguido más que balbuceos. Sus partidarios deberán agradecérselo a Cameron y May, que son quienes han seguido el criterio del voto plebiscitario en vez de la democracia representativa a la hora de decidir las futuras relaciones de Reino Unido con Europa.
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