Un ministro de Justicia no debería decir eso
La facundia de Rafael Catalá le lleva a opinar cuanto le parece sobre jueces y fiscales
Apenas había transcurrido un día desde la sentencia del caso Nóos cuando el ministro de Justicia, Rafael Catalá, elogió en público el criterio “absolutamente profesional” y la independencia del tribunal de Palma que juzgó y falló sobre la infanta Cristina, su marido y demás acusados. ¿Quién le había pedido opinar sobre la calidad de las magistradas? ¿Habría dicho otra cosa si le hubiera parecido mal lo actuado y sentenciado? No contento con eso, también se ha apresurado a advertir sobre la “excepcionalidad” de la prisión preventiva y su confianza en que la Audiencia de Palma resolverá “con arreglo a la ley” —¿es que puede hacer otra cosa?— en vísperas de que el tribunal vea hoy si toma o deja de tomar medidas cautelares contra Iñaki Urdangarin y otros acusados.
Pero esto no es lo peor. Días antes se explayó sobre uno de los casos judiciales que afectan al presidente de Murcia, Pedro Antonio Sánchez. En concreto, para determinar que era “anómalo” que las fiscales del caso Púnica se negaran a firmar el escrito de la Fiscalía Anticorrupción en el que la superioridad se oponía a investigar al presidente de Murcia por este asunto. Demasiado suelto a la hora de comentar lo que le parece sobre los tribunales o el funcionamiento del ministerio público. Queda claro su concepto de que la fiscalía es simplemente una organización jerárquica, cuyos miembros han de limitarse a actuar como instrumentos de los jefes. Un criterio revelador en pleno proceso de cambios al frente de determinadas fiscalías, emprendido por el fiscal general, José Manuel Maza, recientemente nombrado por el Gobierno.
Un ministro de Justicia que interviene sobre los engranajes del ministerio público sí es un problema, porque indica a las claras el grado de dependencia en que el Gobierno desea ver a la fiscalía. Y lo es aún más cuando el mismo ministro se propone legislar para retirar a los jueces de instrucción la competencia de investigar los delitos: quiere entregar a la fiscalía el poder de decidir lo que se investiga y lo que no, y poner a sus órdenes a la Policía Judicial, operaciones todas ellas de indudable calado. Así funcionan otros países democráticos, pero en España la cultura del respeto y de la independencia está lejos de haberse implantado. Puede acentuar la desconfianza de los ciudadanos en la selectividad del Gobierno a la hora de escoger qué delitos se persiguen y cuáles no.
Un ministro de Justicia no debería decir estas cosas. Por supuesto dispone de libertad de expresión, pero no es un comentarista ni un simple observador de la vida pública cuya facundia le lleva a decir cuanto le parece sobre los jueces, les felicita o les advierte, sino uno de los cargos del Ejecutivo que debería tener más en cuenta la independencia entre los poderes del Estado consagrada por las leyes. La sociedad, ya suficientemente confusa sobre la justicia, sin duda valora la imparcialidad y conviene demostrárselo.
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