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Porque lo digo yo
Columna
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Los Amantes de Teruel

Las mejores mentiras son aquellas que se vuelven arte y hacen de la vida algo bello o sublime

Mausoleo de los Amantes de Teruel, proyectado por el arquitecto turolense Alejandro Cañada.
Mausoleo de los Amantes de Teruel, proyectado por el arquitecto turolense Alejandro Cañada.

Este año se cumple el 800º aniversario de Los Amantes de Teruel. La ciudad se vuelca en la celebración de una leyenda que ha dado la vuelta al mundo, aunque algunos solo hayan retenido lo de “tonta ella, tonto él”. Las Bodas de Isabel que diseñó Raquel Esteban disfrazan a Teruel de la Edad Media y atraen a una multitud. Magdalena Lasala (El beso que no te di), Javier Vázquez (Y si fuera posible amar…), Javier Sierra —que pasó una noche a solas en el mausoleo, pegado a las tumbas— y Javier Navarrete, con una ópera, han sido los últimos creadores que han arrojado su mirada sobre esta tragedia romántica hasta el delirio.

Hay historiadores que subrayan que el relato, ambientado en 1217, es un cuento, que nunca sucedió. Lo imaginó alguien en el siglo XV. En eso es una leyenda como tantas: una bonita mentira. Ahí está la gracia.

La mentira es despreciable cuando es despreciable. Pero hay mentiras y mentiras. Las mejores son las que evitan un daño innecesario, las que son más verdad que la verdad y aquellas que se vuelven arte y hacen de la vida algo bello o sublime. La belleza de las mentiras.

En El hombre que mató a Liberty Valance, John Ford recomendaba privilegiar la leyenda sobre la realidad. Qué sería de nosotros sin la mentira. Si solo pudiéramos exaltar los hechos y personajes cuya verdad fuera contrastada, los días se harían insoportables y el arte también. Además, el negocio de la religión se vendría abajo y nos quedaríamos sin navidades, semanas santas y fiestas de guardar.

Bendito y alabado sea el anónimo autor de la mentira de Los Amantes de Teruel.

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