Rescate faraónico
La crisis financiera, que cuesta 41.000 millones, exige una explicación política
El Tribunal de Cuentas ha calculado el perímetro de la catástrofe financiera en España que hizo desaparecer a casi todas las cajas de ahorros del país; y el resultado produce vértigo. El rescate bancario ha costado 60.718 millones de euros, de los cuales 41.786 millones son dinero público. El resto, casi 19.000 millones, los ha pagado el Fondo de Garantía de Depósitos. El balance no es completo, porque el proceso no ha concluido y quedan participaciones públicas en algunas entidades rescatadas; pero los ciudadanos ya pueden hacerse una idea de cuánto pagarán por la fiesta de euforia financiera desatada a partir del boom inmobiliario iniciado a finales de la última década del siglo, prolongada con gestiones financieras negligentes o simplemente delictivas que ha acabado en una quiebra faraónica.
La magnitud del terremoto es más inquietante si se considera que ese es el dinero público enterrado que el Tribunal de Cuentas calcula por el momento que se perderá aun contando con el valor de las participaciones en Bankia y BMN que aún siguen en manos públicas. En otros países damnificados por la crisis el Estado ha recuperado más dinero al vender sus participaciones; no será el caso de España. La gestión del rescate, en manos del FROB, tampoco ha estado a la altura esperada; el Tribunal reprocha al Fondo la ausencia de una contabilidad adecuada para asignar correctamente los recursos destinados a las cajas quebradas. No es descartable pues que el coste final incluya despilfarros innecesarios que aumenten la factura.
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Un coste de 41.000 millones en dinero público bien justifica que se exijan responsabilidades políticas y técnicas. Al margen de las penales, que afectan a los administradores (algunos están o han estado en los banquillos), las hay en Cataluña, donde cayeron todas las cajas menos La Caixa; en Valencia, donde la clase política autonómica destruyó el patrimonio instando operaciones inmobiliarias insensatas; en Galicia, donde el Gobierno autónomo se empeñó en una fusión de cajas que era la peor solución pero salvaguardaba la ventanilla financiera gallega; o en Madrid, donde Caja Madrid estuvo dominada por facciones políticas. Y así en otras comunidades, desde Castilla-La Mancha, Extremadura y Andalucía hasta Murcia y Navarra.
En el caso del Banco de España, parece evidente que la institución dejó que el crédito creciera de forma desmesurada en los años previos al desastre (del 70% del PIB aproximadamente en 1995 al 180% en 2007); y cuando estalló la crisis se intervino tarde y con poca fortuna. Las llamadas fusiones frías fueron un fracaso, se autorizaron amalgamas ridículas y no se apartó de inmediato a los malos gestores.
El balance del Tribunal es necesario; pero los ciudadanos merecen además una explicación de las causas del desastre y de las disposiciones normativas y técnicas necesarias para que la próxima crisis financiera, si la hay, sea atajada con rapidez y competencia. Y, por cierto, para apartar a los intereses políticos de la gestión de las instituciones. Esa explicación solo puede darse con una investigación parlamentaria independiente tanto de las causas de la crisis como de su resolución.
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