Que las madres no dejen de estudiar
En Burkina Faso la comunidad tiene el poder de transformar la realidad
El salón es grande y, sobre una alfombra, enrollado en varios cobertores, duerme una bebé de cinco días. Aminata, su madre, es muy joven. Es fácil ver mujeres como ella, casi niñas, con un bebé atado en la espalda mientras trabajan o marchan en bici. Blandine las ha acogido en su casa porque “no las podía dejar ahí, en mitad de ningún sitio”. Sucede a unos 50 kilómetros de la frontera con Mali y lejos de la de Níger, pero el relato sobre muchas mujeres sería parecido en los tres países.
La pobreza en Burkina y Níger presenta caras múltiples y concurrentes. Aminata ya cumple con la media: apenas sabe leer y estuvo en la escuela menos de seis años; ha tenido a su hija sin ayuda y nadie la ha revisado después del parto; vive en una zona rural, como el 70 por ciento de los burkineses, sin acceso a agua potable. Habla con la mirada baja y con su hilo de voz cuenta que las chicas de su aldea recorren seis kilómetros cada día en busca de agua. Entre esas muchachas está ella y, de seguir así todo, también lo estará su hija. Y es que si cumple las estadísticas de su región tendrá siete hijos de los que perderá al menos a uno. Seguirá sin acceso a ningún servicio de salud aunque ella y los suyos padecerán con mucha probabilidad diarreas causadas por el agua en mal estado, hepatitis A, fiebres tifoideas, malaria, fiebre amarilla, esquistosomiasis y meningitis meningocócica.
Aminata calma a su pequeña y vuelve a una esquina donde continúa vertiendo dolo, la cerveza tradicional hecha de sorgo, en botellas reutilizadas. Desde allí escucha la conversación sin dejar de mirar a su bebé. El padre, también joven, sale de la casa con unos alambres en la mano para reparar la valla. No es como la media, se ha quedado con ella aunque difícilmente podrá mantenerles con lo que puede generar en su pequeña porción de tierra. Aquí llueve muy poco y concentrado en un mes.
La obsesión de Blandine es que estas madres no dejen de estudiar. “Soy mayor, pero tengo una vida privilegiada. Mis hijos viven en Ouaga y esto es lo mejor que puedo hacer. Yo las ayudo, pero la condición es que estudien”. Insiste con vehemencia, de pie junto a un retrato grande de su difunto marido y una foto de sus cinco hijos: “¿qué futuro nos espera como país si las mujeres dejamos la escuela?”.
Es su proyecto, no quiere ninguna ayuda ni financiación “de fuera”, como dice ella. No pide nada aunque no le sobra. Su clave es la comunidad y el efecto que genera su casa. Es la Presidenta de las Familias Católicas —menos del 20 por ciento de la población de Burkina es cristiana— pero para la causa suma todo el mundo. En la cocina hay medio saco de mijo, un pollo, unas latas de leche en polvo, cinco cervezas Brakina. Los señala y dice que la gente del pueblo lo trae por las mañanas para asegurar que siempre hay algo de comer para los 15 alojados. Solo ahora se escapa el número. Con orgullo dice que gran parte lo traen musulmanes, como Aminata, porque “aquí viene quien lo necesita, sin preguntar a quien reza”. Habla de la comunidad refiriéndose a todos.
Blandine, una mujer, una anciana, justifica ella sola el nombre de Burkina Faso, “El País de los Hombres Íntegros”, con el que se rebautizó en 1984.
El autor
Texto y fotos de Tomás Pastor (@tomas_pastor), vicepresidente de la ONG Acoger y Compartir. Tomás se encuentra viajando por Níger y Burkina Faso para visitar a las comunidades con las que trabaja esta organización.
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