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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Elogio fúnebre de la cabina de teléfono

Los teléfonos públicos se extinguen, pese a que su espacio en nuestra cultura sentimental es enorme

Guillermo Altares
Cabina en la Puerta del Sol de Madrid.
Cabina en la Puerta del Sol de Madrid.Samuel Sánchez

Una leyenda urbana relata que, en los años sesenta, existía una cabina de teléfono en París, en los Campos Elíseos, desde la que se podía llamar a España por un franco sin límite de tiempo. La había tuneado un ingeniero de telecomunicaciones y siempre se concentraba una tremenda cola de españoles para llamar a casa. Esta vieja historia de la inmigración en Francia refleja hasta qué punto las cabinas de teléfono han formado parte de nuestra vida cultural y sentimental. Ahora, se extinguen poco a poco: aunque su cierre estaba previsto para este mes de diciembre, finalmente el Estado ha decidido ampliar su presencia, pero ninguna empresa ha querido presentarse al concurso.

Como ocurre con las cabinas rojas de Reino Unido, que han sido declaradas monumento nacional y están protegidas, su presencia en las calles españolas, casi siempre deterioradas y medio abandonadas, nos habla de unos tiempos que se acaban; pero también de la gigantesca importancia del teléfono desde su invención. Los primeros teléfonos públicos llegaron a España a finales de los años veinte del siglo pasado y las cabinas se generalizaron en los sesenta.

La investigadora francesa Frédérique Toudoire-Surlapierre acaba de publicar un ensayo Téléphonez-moi. La revanche d'Echo (Llámame, la revancha de Eco) en el que repasa la historia cultural de esta forma de comunicación (que se ha convertido cada vez más en una forma de incomunicación) y describe su "divinización" a través del cine y la literatura. Es imposible resumir el enorme espacio que han ocupado en el cine, desde la claustrofóbica película de Antonio Mercero hasta alguna de las mejores escenas de Alfred Hitchcock (Tippi Hedren se refugiaba en una del ataque de Los pájaros). Superman se cambiaba en una cabina, mientras que los periodistas de Primera Plana corrían como locos en busca de un teléfono para dar una noticia. Hoy las noticias saltan en los teléfonos.

No desaparecerán porque seguramente, como ya ocurrió en el pasado, el Gobierno obligará a Telefónica a hacerse cargo de su mantenimiento hasta que no cambie la ley que prevé un teléfono público de pago por cada 3.000 habitantes y en ciudades con más de 1.000 habitantes. Pero se han convertido en objetos extraños, cada vez más incomprensibles para una parte de la población, que hablan de una relación diferente con el teléfono. En 2006, cuando todavía no existían los teléfonos inteligentes, en España ya había más móviles que habitantes. Las cabinas eran discretas y sus llamadas imposibles de trazar —su presencia es esencial en el cine negro y de espionaje—; pero el espacio que ocupaban en las calles presagiaba lo que se nos venía encima. Me pregunto si, como el personaje de López Vázquez en el filme de Mercero, nos hemos quedado encerrados en una cabina y no estaría mal guardar monedas y volver a buscar en la calle un lugar para hacer una llamada.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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