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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Treinta años de acercamiento

En 1986 España terminó con la política franquista de no reconocer al Estado de Israel

El Rey recibe el pasado martes el premio Lord Jakobovits de los rabinos europeos.
El Rey recibe el pasado martes el premio Lord Jakobovits de los rabinos europeos. Carlos R. Alvarez (WireImage)

Hace treinta años España e Israel establecieron relaciones diplomáticas. De este modo, el Gobierno español —presidido en 1986 por Felipe González— ponía fin a la política franquista de no reconocer al Estado creado por mandato de Naciones Unidas en 1948. El dictador usaba recurrentemente la coletilla antisemita “conspiración judeo-masónica” para evocar fantasmagóricas amenazas contra su régimen. No es casualidad pues que España fuera el último país occidental que reconoció a Israel, y que no lo hiciera hasta que estuvo asentada la democracia, coincidiendo con la entrada en la Comunidad Europea.

A pesar de la normalización diplomática, estas tres décadas han registrado un preocupante aumento de actos de carácter antisemita en España denunciados en diversos informes. Es algo que hay que atajar, para lo cual el papel de la educación desde las escuelas es fundamental. No estaría de más que los diferentes sistemas educativos en España —al igual que se hace con otros colectivos que sufren discriminación— abordaran el antisemitismo y cuestiones históricas de trascendencia como la expulsión de los judíos en 1492 y el Holocausto. Además, en demasiadas ocasiones, la crítica a las políticas de Israel cruza el umbral de la protesta legítima en una democracia para desembocar en actitudes de carácter discriminatorio —que se extienden no solo a Israel y sus ciudadanos sino a miembros de la comunidad judía española o a españoles simpatizantes de Israel— absolutamente inaceptables.

En el lado positivo está la aprobación en 2015 de la ley de concesión de la ciudadanía española a los descendientes de los españoles sefardíes expulsados en 1492. Se trata de la reparación de una injusticia respecto a unos ciudadanos a los que nunca se debió expulsar y la demostración de que la democracia asume una actitud responsable ante los errores históricos.

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