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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Diálogo en Cataluña

El proceso iniciado por el Gobierno se impondrá si es serio, realista y generoso

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont (derecha) y el delegado del Gobierno en Cataluña, Enric Millo, en un encuentro el 2 de diciembre.
El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont (derecha) y el delegado del Gobierno en Cataluña, Enric Millo, en un encuentro el 2 de diciembre. A. DALMAU (EFE)

Ha pasado un lustro sin ninguna iniciativa política sobre Cataluña a cargo del Gobierno del PP. Y 10 años de mera judicialización de la política catalana, del nuevo Estatut y de los sucesivos Ejecutivos de la Generalitat. Esa antipolítica ha sido correspondida milimétricamente por desafíos exponencialmente radicales e irresponsables a cargo de las crecientes —y ahora parece que estancadas— fuerzas secesionistas. Porque eran ilegales y porque han provocado una notoria fisura interna dentro de la propia sociedad catalana.

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Al fin, el nuevo Gobierno de Mariano Rajoy ha prometido tomarse en serio la asignatura de Cataluña. La ha elevado a principal dilema político de la legislatura. Ha instruido a los ministros a practicar un cursillo de descompresión. Y ha designado a la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, como principal responsable de abrir y diseñar una nueva etapa.

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Esa nueva etapa debería estar marcada por un diálogo sin barreras. Síntomas de la misma son la apertura de un despacho de Santamaría en Barcelona; la designación de un delegado del Gobierno de origen catalanista moderado y democristiano; y la rebaja del tono de respuesta ante las provocaciones radicales.

Este despliegue parte con torpezas tácticas, como el inicio del proceso de diálogo por la oposición catalana, en vez de por el Gobierno de la Generalitat, aunque esto no se debe exagerar: el anuncio de inasistencia del president, Carles Puigdemont, a la Conferencia de Presidentes tampoco era un gesto seductor.

En todo caso, debe ser más responsable quien más responsabilidad ostenta. Y debe mostrar más cintura quien durante más tiempo se ha enrocado en una pasividad inconveniente y de perversos resultados en términos de desafección y anomia políticas, no ya de la clase dirigente catalana, sino de la sociedad que dice dirigir. Es decir, el Gobierno central.

Con este telón de fondo, de desencuentros y desconfianzas, el inicio de un proceso de diálogo que tantas veces hemos reclamado desde estas páginas es una buena noticia en sí misma. Es un triunfo de la razón frente a la sinrazón del monólogo; una marcha atrás en las posiciones enquistadas del Gobierno; un desafío al nihilismo de algunos secesionistas; y un logro de la moderación, obligada, voluntaria o pluscuamperfecta, no importa su origen, sino su destino.

Pero el diálogo debe ser serio, para no defraudar las (más bien moderadas) expectativas que de momento ha levantado: ese reflujo sería aún peor. Debe ser realista y generoso, buscando acuerdos parciales o sectoriales (inversiones, financiación, lengua) tangibles y relevantes, aunque sean acotados en número. Debe despresurizar el ambiente y caldear una negociación estructurada y leal de fondo, no buscar ventajas propagandísticas o mediáticas.

La ventana de oportunidad es corta, quizá de pocos meses, mientras se sustancian ciertos litigios judiciales. Y estará plagada de eventos como los que han conducido a las detenciones de radicales, por desacatar órdenes judiciales. Digiéranse esos episodios como anécdotas colaterales a la categoría esencial: el diálogo, la negociación, el reencuentro.

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