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La verdad es que eso sucede todo el tiempo: ya casi nadie tiene fe en el valor de lo que ofrece
Leí hace tiempo, en el periódico: “Twitter ha comunicado hoy a sus usuarios y desarrolladores nuevos cambios que permitirán aprovechar plenamente los 140 caracteres de cada publicación. La red social modificará algunas de sus características para que los elementos complementarios al texto (fotos, vídeos, encuestas o menciones) no resten espacio en el tuit (...). Este nuevo anuncio de la red social, que busca maneras de recuperar la popularidad perdida, ha coincidido con la caída en Bolsa de la empresa de un 4,7%, devaluando las acciones de la compañía hasta los 13,73 dólares, su mínimo histórico”. Al leer acerca de esas desesperadas maniobras de salvataje recordé algo: en octubre de 2015, un día después de despedir a más de 300 personas en un año en el cual sus acciones en la Bolsa de Nueva York habían caído casi un 18%, Twitter había nombrado como nuevo presidente ejecutivo a un señor llamado Omid Kordestani. La noticia me interesó. No porque me interesara Twitter sino porque el tal Kordestani, al parecer un veterano de Sillicon Valley, había tuiteado hasta ese momento solo ocho veces porque el Twitter, dijo, le resultaba “intimidante”. Desde entonces no lo ha hecho muchas veces más. Por lo que vi, utiliza su cuenta muy poco y para cosas tan trascendentes como saludar a su madre en el día de su cumpleaños. Una mirada rápida podría concluir que, si para vender cualquier cosa hay que creer en ella, no es raro que Twitter se vaya a pique con directivos que, como ese, no comen del plato que preparan. Pero la verdad es que eso sucede todo el tiempo: ya casi nadie tiene fe en el valor de lo que ofrece. Venden los presidentes honestidad, y no consumen ni un gramo. Venden los periódicos noticias, y creen que los lectores ya no leen. ¿Habría que concluir que, si así le fue a Twitter, así nos irá a todos?
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