La palabra libre de Ken Bugul
La novelista senegalesa pasó por Canarias y habló de sus obras y de sí misma
Apenas cien metros separaron las dos vidas parisienses de la escritora senegalesa Ken Bugul (Ndoucoumane, 1947).
La primera la llevó en volandas, deslumbrada, por los recovecos de la bohemia y turbulenta locura de Saint Germain de Près, donde llegó a convivir en triángulo amoroso con una pareja homosexual, experimentó con drogas y pasaba las veladas poniendo una nota de indeseado exotismo en exposiciones, conciertos y eventos literarios. La segunda, en Saint Germain Faubourg, la encajonó en la orilla pija del Sena, desayundando a diario una bandeja plena de tortillas de trufa, caviar y champán que acomodaba sobre la falda y matando el hastío entre viajes de lujo y disputas con un peluquero japonés que jamás antes tocó cabello afro.
En sus años de experimentación y libertad, Marietou, que así se llama en realidad esta novelista, discutía de arte con hombres y mujeres que sólo deseaban colar su perfecta desnudez de ónice entre sus sábanas, intentando que la tomaran en serio y dejaran de interrogarle sobre el África que dejó atrás. En la zona burguesa de su biografía, se le agrisó una existencia en la que las únicas anomalías eran las pieles de otros pocos negros con los que se cruzaba: aquellos que barrían metódicamente las anchas y elegantes avenidas que dan a la torre Eiffel, el Quai d'Orsay y el museo Rodin.
Antes de París, Ken Bugul vivió tres traumas vitales: el abandono de su madre cuando tenía apenas cinco años, el descubrimiento de sus antepasados galos en la escuela francesa y reconocerse por primera vez negra en un espejo de una calle de Bruselas, junto a una tienda de pelucas y contra el trasfondo gris de una marea de belgas blancos. Después de París llegaría la soledad de la calle en Senegal, rechazada por su familia, sin dinero ni amor ni otra cosa que las estrellas haciéndole guiños sincopados en lo alto de un cielo tinto. Sin otro consuelo que la comprensión de las hojas de un cuaderno en el que vomitar un dolor aplazado.
Ken Bugul se sinceró sobre todas estas experiencias y recuerdos en dos escenarios diferentes: el Festival Periplo en Puerto de la Cruz (Tenerife) y el Festival del Sur en Agüimes (Gran Canaria). En ambos casos, relumbrando en el corazón de un plantel de autores, periodistas y artistas, mayoritariamente hombres, que hacían desear al público asistente que las veladas de charlas y debates no acabaran nunca: Rosa María Calaf, Javier Reverte, Nico Castellano, Pepe Naranjo, Mbuyi Kabunda, Antonio Lozano, etc. etc. etc.
La novelista senegalesa habló de más cosas.
Afirmó que se niega a considerarse víctima de su pigmentación o de un cromosoma: jamás achaca sus desencuentros con la vida a la negritud o la femineidad. También precisó que su nombre (su alias literario significa «nadie me quiere» en wolof) es un amuleto, un salvoconducto que le permite escribir lo que le place y como lo desea sin que la misma muerte le pida cuentas. Reflexionó en voz alta que ha escrito sobre religiones, medio ambiente y todos los pretextos que interesaron e interesan a su mente curiosa, viva. Que relaciona sus libros con olores, con canciones, con colores; que duerme amarrada a su portátil y buscándole la carnalidad a las teclas con las que trabaja, como antes buscó el consuelo táctil de los cuadernos y los bolígrafos que utilizó mientras vivía en la calle. Glosó con nostalgia las maravillas de la vida callejera, de la que no reniega, que incluso extraña. Y reivindicó la inmensa suerte de vivir en África, donde tantas cosas pasan.
Ken Bugul reconoce que sus primeros tres libros fueron una especie de terapia extrema, un vómito sanador de dolor y rencores, un milagro que le aligeraba el alma. A partir del cuarto y a causa de una apuesta con un compatriota intelectual y contemporáneo de ella, Boubacar Boris Diop, comenzó a considerar la escritura como un arte, un oficio más allá de la pura y simple cura.
"Indígena" por vivir en un pueblo, lejos de las urbes afrancesadas del Senegal colonial que la vio nacer, reivindica también su venganza sobre la lengua francesa, que tomó, golpeó, zarandeó y desplazó a escenarios incongruentes y situaciones para las que no fue pensada y pulida durante siglos. Sin elegancia, extrayéndola de moldes y corsés, despeinando sus prejuicios, tocándola con la magia.
Al salir de la conferencia, Marietou se dejó fotografiar, felicitar, arropar en afecto y continuó hablando con urgencia y pasión, arrumbada en un banco de piedra a la puerta del Teatro de Agüimes, con un foco clavado en sus trenzas rubias mientras la entrevistaban.
Contó que ha vivido en varios países africanos diferentes durante 26 años y que ha aprendido a valorar, sobre todas las cosas, su libertad. Opinó que la mujer no nace para casarse o ser madre: nace para asumirse, realizarse, vivir plenamente. Expresó su adoración por Fatou Diome, otra escritora senegalesa libre y rebelde, sin pelos en la lengua, que se considera heredera de su palabra, imbuida de su espíritu rompedor, inconformista.
Al terminar la entrevista, le pidieron un deseo para su continente y se quedó, de repente, muda.
"Que nos dejen tranquilos", respondió tras una breve pausa para pensarlo. "Que dejen a África tranquila".
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