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Estaciones de Tokio

Estación en el barrio de Shinjuku, que aparece en la película Lost in Translation.
Estación en el barrio de Shinjuku, que aparece en la película Lost in Translation.Thomas Lettermoser (Getty)

TOKIO ES LA CIUDAD más poblada del mundo, 36 millones de personas viven en su área metropolitana, 14.000 personas por kilómetro cuadrado.

Setenta líneas de metro y tren unen la urbe. Lo más curioso es que, siendo tan populosa, la ciudad resulta amable. Las estaciones de metro son silenciosas, la gente espera ordenadamente la llegada del convoy (que va automatizado, sin conductor) y no hay ni griteríos. Nadie se quiere colar.

El barrio de Shinjuku y el famoso paso de cebra a la salida del metro de Shibuya.

La principal es la llamada Estación de Tokio, la entrada natural a la ciudad. Está situada cerca del parque de Chiyoda y el palacio imperial. De hecho, fue construida allí para que los emperadores hicieran uso de ella. El edificio de la estación, de estilo europeo, construido en ladrillo rojo, recuerda a la arquitectura civil de Reino Unido. Quedó destruida en la Segunda Guerra Mundial, pero fue rehabilitada de manera fiel en la posguerra. Las avenidas más anchas y espaciosas se encuentran en esta zona, el centro comercial Marunouchi, rodeado de rascacielos. Pero estos bulevares nada tienen que ver con el resto de la ciudad, donde las calles son más bien estrechas, angulosas y muy concurridas.

“aunque haya mucha gente en la calle, no quiere decir que hablemos entre nosotros”, dice una traductora.

Como la estación de Shibuya. En el hall llama la atención el enorme mural (5,5 × 30 metros) del pintor vanguardista Taro Okamoto, titulado El mito del mañana. Representa el momento exacto de la explosión de una bomba atómica. El cuadro, un clásico del arte contemporáneo japonés, se pintó en México en los sesenta, ya que el autor tuvo que salir del país, hastiado porque no entendían su manera de pintar, tan alejado del trazo clásico nipón. Realizó el mural para un hotel que nunca se construyó y se perdió su pista. En 2008 fue encontrado en una escombrera en Ciudad de México y restaurado e instalado en la estación de Shibuya. Artistas como Takashi Murakami colaboraron en su reconstrucción. Ahora pasan miles de personas cada día por debajo de este símbolo antibelicista.

Mural del pintor vanguardista Taro Okamoto en la parada de metro de Shibuya.

Afuera se encuentra el paso de cebra más famoso del mundo, por donde cruzan más de un millón de personas cada día. Es más espec­tacular de noche, cuando se iluminan todas las pantallas de los anuncios y está repleto de gente que viene y va.

–Japón es un país muy tecnológico –le digo a Nami Kaneko, mi traductora, cuando cruzamos por allí–, incluso más que Estados Unidos. Cualquier detalle da fe de ello. Pero, al mismo tiempo, la gente está en la calle. No os quedáis en casa.

–Sí, salimos, pero para ir a sitios. Aunque haya mucha gente en la calle, eso no quiere decir que hablemos entre nosotros.

Nami vive en Kichijoji, uno de los barrios más habitables de Tokio. Allí se encuentra el precioso parque de Inokashira con su templo construido sobre el lago. Hay cientos de templos en Tokio. Entramos en la librería 100 Hyakunen. Aunque Jimbocho es la famosa larga calle de las librerías de viejo, donde hay cientos de ellas, muchas pequeñas han abierto últimamente en la ciudad.

El librero me pregunta sobre los autores japoneses que conozco. Hablamos de las mujeres dormidas de Kawabata, de los infiernos de Oé, del increíble pesquero de Kobayashi y, cómo no, de Haruki Murakami.

–Aquí la gente no lo aprecia mucho. Da una imagen estereotipada del país. Antes, para los extranjeros, Japón era el universo de Mishima; ahora, el de Murakami. Hay muchos otros autores interesantes.

Un café en Shinjuku, el antiguo barrio rojo.

Salimos de la librería para ir a cenar. En Tokio se ven multitudes cenando en la calle. El clima templado invita a ello.

–¿Pedimos sushi? –pregunto.

–El sushi es para ocasiones especiales –contesta Nami–. Es como la paella, a nadie se le ocurre comer paella todos los días. Aquí lo que gusta de verdad es el rabata, que son una especie de pinchos morunos japoneses.

Nos sentamos a cenar en un puesto. La gente bebe cerveza y ríe.

Shimokitazawa es un pequeño barrio con muchos teatros y clubes con música en vivo. Paseo por allí un domingo por la mañana. A las doce tomo parte en una charla en la librería Book and Beer, junto al escritor Ryuta Imafuku, profesor de la Universidad de Estudios Extranjeros de Tokio.

Encima de la mesa tenemos un despertador digital y cuando el reloj marca las doce empezamos sin esperar un segundo. Ryuta menciona a un pensador de las islas Fiji, Epeli Hau’ofa. Según él, la pequeñez puede ser una manera de ser. Los pequeños países son, para Hau’ofa, como las islas volcánicas del Pacífico. Una isla puede resultar pequeña vista desde la superficie del mar. Pero los volcanes, dentro del océano, son enormes.

La calle Jimbocho es conocida por sus librerías.

En Morishita, cerca del río Sumida que tanto lo inspiraba, se encuentra el museo del poeta clásico japonés Matsuo Basho. Uno no puede pasear cerca del río. No hay barandillas que den a él, sino enormes muros construidos en toda la orilla. Son para evitar los daños de los tsunamis.

A no muchas paradas de allí está el barrio más increíble de Tokio, Shinjuku. Es el barrio de Lost in Translation y de muchas novelas de Murakami. Rascacielos, luces de neón, centros comerciales. Allí se encuentra el café Lavandería, en la zona 2 Chome. Es el mayor barrio LGTB de Japón. En la posguerra fue llamado Akazen, el barrio rojo. Muy cerca del café se encuentran las pocas calles que sobrevivieron a los bombardeos indiscriminados de los Aliados. De hecho, la ciudad fue devastada. El de Tokio es el más mortífero que jamás ha habido: la noche del 9 al 10 de marzo de 1945 murieron más de 100.000 personas.

Estación de metro de Marunouchi, de aire europeo.

Yumiko Sato, editora y activista, es una de las responsables del café Lavandería. Me cuenta que vivió en los sesenta en el mismo edificio que Yoko Ono. Allí escribió su famoso libro conceptual Grapefruit inspirándose mientras miraba desde la ventana. Ahora, el edificio ya no existe y lo que ella veía también ha cambiado.

Participo en un recital de poesía. Al final, se abre el micrófono para el público. Un panadero poeta llamado Siji Mishima toma la palabra. Lee un texto sobre Siria: “No bombardeen las panaderías, / porque en ellas hay un horno antiguo, / pan recién hecho / y gente que va a comprar ese pan. / Allí las manos amasan el pan, / no sujetan ametralladoras. / Por eso, no bombardeen las panaderías”.

Salgo del local. En la puerta hay un cartel con una cita de Montserrat Roig: “La cultura es, a largo plazo, lo más revolucionario”. Qué razón tenías, Montserrat.

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