¿Es Donald Trump una reacción contra el declive de EE UU?
Dado que la globalización es más fuerte que Estados Unidos, el destino del presidente es ser la expresión de la decadencia o una reacción caótica contra ella
Es demasiado pronto para sacar conclusiones firmes acerca de la victoria de Donald Trump. Este personaje aparece como un demagogo peligroso, irracional, exagerado y extremista. Frente a él, Hilary Clinton no era la adversaria más adecuada. Ella, racional, ponderada, calculadora, sospechosa por sus compromisos no siempre transparentes con el mundo adinerado es, sobre todo, la encarnación caricatural del “Sistema”, es decir, de las elites de Washington. Son muchos los que la odian, por malas o buenas razones. La elección de Barak Obama había sido una ruptura simbólica con el racismo tácito del sistema que impedía a un negro dirigir el país; la de Trump es una desgarrada inversa que pone en evidencia las tripas de EEUU; es un movimiento pendular que se adentra profundamente en la crisis de identidad del país.
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Desde los años ochenta, una ola de fondo, que el concepto-maleta de “populismo” no puede embarcar, ha venido modificando de manera subterránea la cultura norteamericana, radicalizada en la primera década de este siglo mientras los neoconservadores apoyaban a G. W. Bush, que hundió el país en varias guerras exteriores. Esta ola fue contrarrestada temporalmente por la elección de Barak Obama pero, lejos de desaparecer, reapareció frente al inquilino de la Casa Blanca en su segundo mandato, paralizando casi todas sus iniciativas. El contenido identidario de ese movimiento es expresado de modo sintético por la ideología reaccionaria (mezcla rara de nacionalismo místico, de confesionalismo fanático y de aislacionismo orgulloso) desarrollada tanto por los fundamentalistas religiosos protestantes y católicos como por el tradicional libertarianismo norte-americano (anti Washington) y el movimiento político Tea Party. El problema histórico de esa corriente es que nunca pudo arraigarse como fuerza cultural colectiva.
Ahora bien, con la crisis de 2008 y las restructuraciones económicas postcrisis, sobre todo los efectos desastrozos de la desindustrialización y el incremento de la pobreza, esa ideología fundamentalista penetró en la cultura “populachera” (völkish, en el sentido que se daba en la Alemania de los años treinta a la cultura del lumpemproletariado), de las capas sociales más bajas, abrazando su amargura y enfado. La visión del mundo de esas capas es simplista, xenófoba, ultraindividualista, violenta y “superiorista” para contrarrestar el proceso de degradación social sufrido.
El gran talento de Donald Trump es haber sido capaz de fusionar estas dos culturas, la populachera y la fundamentalista. Ha encarnado, en el sentido carismático, una reacción profunda de rebeldía frente al abandono de las clases populares y medias, arremetiendo al mismo tiempo contra el declive histórico de EEUU en el mundo. Si Bernie Sanders representaba la reacción de izquierda a esta situación, Donald Trump movilizó la extrema derecha ideológica, pese al propio Partido Republicano y, por primera vez, relacionó a este partido con las capas más bajas de la sociedad.
La visión del mundo de esas capas es simplista, xenófoba, violenta, ultraindividualista y “superiorista”
Todo ha sido posible porque existía un crisol en crisis desde hacía mucho tiempo. En los ochenta algunos intelectuales ya diagnosticaban el malestar y proponían soluciones. Allan Blum, autor del famoso The Closing of the American Mind, acusaba en 1987 a la cultura del relativismo, la apología de la permisividad y el multiculturalismo (que se connota en EEUU con la enseñanza del español) de ser responsables de la destrucción, según él, del sistema educativo del país. Samuel Huntington, a partir de los noventa, ponía de relieve el "peligro" del Islam para la dominación internacional norte-americana y apuntaba, en su libro ¿Who Are We? la llegada masiva en EEUU de los hispanos inmigrantes como una amenaza letal sobre el perfil demográfico blanco y protestante del país, dos argumentos, dicho de paso, que D.Trump ha utilizado directamente en su campaña electoral.
También en la misma época, en un nivel superior de reflexión, se desató un debate en la intelligentsia norteamericana entorno del famoso concepto de “declive” (decline), brillantemente utilizado por el historiador Paul Kennedy en The Rise and Fall of the Great Powers. Según él, tal y como otros imperios, EEUU había entrado, ineluctablemente, en un ciclo de declive causado por la “sobrecarga” de la gestión del sistema mundial que dominaba. P. Kennedy preveía una posible etapa de repliegue del país. Si tenía razón, esa evolución “declinante” no ha sido detenida ni por los mandatos de Clinton, ni por los de Bush y Barak Obama. En total, 24 años al ritmo de la invasiones de Afganistán e Irak. Pero el efecto más devastador en la identidad y que confirma la fragilidad de EEUU ha sido (nuevo Pearl Harbor) el 11-S, que ha relacionado directamente a la política exterior con la interior.
Frente a este sentimiento de declive, real o potencial, se han propuesto dos vías. En política interior, el repliegue cultural, religioso y nacionalista que significa un control drástico de las fronteras; la reconstrucción del tejido demográfico blanco frente a la aportación hispana; el rechazo al multiculturalismo; una política de supervigilancia policial sobre los ciudadanos e, incluso, la aceptación de armar milicias populares privadas. En el mundo, afirmación del aislacionismo estratégico a través de alianzas pragmáticas con las grandes potencias en defensa de los intereses exclusivamente nacionales e intervenciones militares exteriores cuando estos intereses eran amenazados. Es decir: políticas decisionistas y no cooperativas propias de la vía fundamentalista y neoconservadora.
El efecto más devastador sobre la identidad, que confirma la fragilidad de EE UU, ha sido el 11-S
La otra propuesta, representada por una parte mayoritaria de los demócratas (ejemplificada por los Clinton y Barak Obama) es aperturista, favorable al poder de las comunidades étnicas y culturales en función de sus orígenes en un campo político concebido como mercado de grupos de intereses (blancos wasp, hispanos, italianos, asiáticos, negros o de orientación sexual diferente), una América tierra de inmigrantes, heredera de la cultura ilustrada de la tolerancia.
¿Será la victoria de Trump la señal de la llegada al poder de la respuesta fundamentalista al declive? ¿Qué puede hacer?
La realpolitik se impondrá rápidamente sobre él, pues en el mundo América no manda como quiere y cambiar las coordenadas internas significaría enfrentarse a potentes intereses, incluso de quienes lo han apoyado. Donald Trump podrá perseguir de modo espectacular (para satisfacer al populacho) a los indocumentados, fortalecer el control social y jurídico interior e intentar obstaculizar el matrimonio gay, pero no podrá deportar, como ha prometido, a millones de personas. México podría fácilmente pudrir la frontera y zigzaguear en la cooperación en asuntos de seguridad.
En política extranjera, buscará renegociar los acuerdos comerciales y erigir barreras proteccionistas. Un giro importante puede ser la negociación de una política de entendimiento con Rusia, pues tiene el mismo interés en crear un orden “frío” tanto en Europa como en Oriente Medio. Al fin y al cabo, en el contexto creado por la globalización, se dará cuenta que el repliegue proclamado significaría, meramente, la pérdida de peso de EEUU en el mundo. Profundizará el declive en vez de pararlo. Dado que la globalización es más fuerte que EEUU, el destino de Trump es ser la expresión del declive o una reacción caótica contra él.
Sami Naïr es director del Centro Mediterráneo Andalusí (CMA) de la Universidad Pablo de Olavide. Su último libro es Refugiados, frente a la catástrofe humanitaria, una solución real (Crítica, 2016). info@saminair.com
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