Legislatura extraña con un Gobierno raro
Quedan 4 años misteriosos tanto por la manera de concebir el gobierno del presidente como por el estado de la oposición
Mariano Rajoy no hizo absolutamente nada para ser presidente. No buscó una mayoría, no intentó formar gobierno; no negoció ni envió a otros políticos populares a negociar en su nombre. Simplemente, renunció a su responsabilidad y reclamó a los demás que hicieran algo. Lo único que se puede esperar ahora es que Rajoy prosiga con sus políticas y que, si no consigue que se aprueben los Presupuestos, mire estupefacto a la Cámara y diga: “Pues, a ver qué hacen ustedes, porque sin presupuesto no se puede estar”. Lo que no cabe suponer es que Rajoy se vaya a comportar como un político antiguo y presente su dimisión a corto plazo. Para nada: pese a su aspecto convencional, es un político de nueva generación, en el sentido de inaudito.
Hay quienes creen que Mariano Rajoy ha dado una lección de astucia política. Otros, se temen que simplemente haya sentado un peligroso precedente al hacer desaparecer, de un plumazo, la obligación de un político de garantizar la gobernabilidad antes de acudir a una investidura. Parece que para él, las dos cosas forman una unidad, inseparable, cuando siempre había estado una, la investidura, subordinada a la otra, garantizar la gobernabilidad. Habrá que ver en el futuro cómo se puede digerir democráticamente esta novedad.
En cualquier caso, comienza una legislatura extraña, con un gobierno extraño, no por sus integrantes, los ministros, sino por su presidente y su manera de concebir la política y por el desastroso estado en el que se encuentra la oposición. Es posible que una legislatura que comienza esta semana casi anestesiada, absortos unos y otros en sus problemas internos, se termine convirtiendo en una etapa de polarización política extrema. Primero, porque Mariano Rajoy controla absolutamente al Partido Popular y no permitirá que prosperen las pocas voces que están alarmadas y que intentan aportar discretamente algo de racionalidad a una deriva política inquietante.
Segundo, porque el jefe de la oposición, que era Pedro Sánchez, fue depuesto de una manera extraña, mediante un procedimiento adulterado, por una mayoría del propio Comité Federal de su partido, que ahora se encuentra en un callejón de difícil salida: es prácticamente imposible que recupere un mínimo de credibilidad mientras no celebre nuevas primarias, pero no puede celebrarlas antes de asegurase de que Sánchez ha quedado fuera de la carretera. Para colmo, un sector presiona para impedir que el PSC participe en esa votación, lo que puede parecer más o menos argumentable orgánicamente, pero que, de paso, dejaría al PSOE sin discurso sobre Cataluña, justo en uno de los momentos más complicados del debate territorial.
Imposibilitados los socialistas para dar la réplica a Mariano Rajoy, Podemos reclama el protagonismo. Sin embargo, el grupo de Pablo Iglesias parece haber optado por una estrategia peligrosa: en lugar de convertirse en el portavoz de quienes se manifiestan en la calle y de convertir en política sus reivindicaciones, Iglesias parece más cómodo encabezando la manifestación. Siempre ha sido una peculiaridad española la idea de que los jueces se manifiesten a la puerta de los juzgados para expresar su repulsa por un asesinato; o que los miembros de los gobiernos autonómicos salgan a la puerta de su sede a expresar su malestar por algún suceso. Ahora ya solo falta que los políticos saquen el Congreso a la manifestación, en lugar de meter las reivindicaciones de los manifestantes en la cámara.
Lo único que parece indiscutible es que bastantes millones de personas, ciudadanas de este país, están cabreadas y que no se ha hecho gran cosa, por el momento, para que confíen en que el Congreso de los Diputados vaya a resolver sus conflictos. Hay algo peor aún: que en Estados Unidos los millones de cabreados decidan el próximo martes dar la presidencia a Donald Trump.
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