Así humillé a mi jefe... en una carrera popular
Un año más, ICON estuvo, junto a TomTom y Mitsubishi, presente en la 36ª edición de la madrileña Carrera de la Ciencia. Este año la corrió un nutrido grupo de miembros de la redacción. Todos sobrevivieron, y uno incluso lo cuenta
El seis de enero de este año fue uno de los días más aciagos en mi vida. Había pedido un poni a los Reyes y estos me trajeron una equipación para correr. Camiseta térmica de tejido bueno. Pantalones de chándal de corte estrecho, mucho mejor armados que casi todos los que tengo. Todo en un maravilloso negro. Disimulé mi malestar y me probé la ropa. Me miré en el espejo. En vez de ver a un tipo que se disponía a pasar la crisis de los 40 de la manera menos divertida posible, vi a un superhéroe. Me sentía poderoso. Esa noche venía gente a cenar y serví ragout de ternera vestido de runner imperial. Nadie dijo nada. Nadie ha vuelto a venir a cenar a casa.
Han pasado diez meses desde aquella noche de sentimientos encontrados. Es un domingo a las siete y media de la mañana. Aún no ha amanecido. Estoy en la madrileña Glorieta de Embajadores esperando que llegue el 27. El bus me va a transportar hasta la puerta del CSIC para correr la 36ª Carrera de la Ciencia. Seremos más de 5.000 personas, entre ellos servidor y varios humanos más que trabajan en esta revista, incluido el jefe supremo. “Aunque me muera, yo debo acabar antes que él”, le digo a mi acompañante. ¿Cómo he pasado de sentirme engañado porque me robaron mi sueño en forma de poni y me lo cambiaron por una equipación Dri-FIT de Nike a pensar, mientras me congelo rodeado de corredores, en, no ya terminar una carrera de 10.000 metros, sino en pasar la meta delante de otro humano en plenas facultades?
Suena la pistola y salimos todos como si hubiera algún país limítrofe que conquistar. A los cien metros mi acompañante sufre un tirón y pide parar. Por un segundo pienso en seguir corriendo, en abandonarla ahí. Esto se me va de las manos. Paramos. Falsa alarma. Arrancamos de nuevo. La bajada por Serrano es algo traicionera. Vamos a un ritmo de poco más de cinco minutos, cuando enfilamos Castellana arriba.
Van a ser casi cuatro kilómetros de cuesta estilo trampantojo. En el puesto de avituallamiento, un fotógrafo de esta revista pasa como una exhalación. Como si me hubiese robado la cartera, trato de ir tras él. Durante un kilómetro lo tengo a la vista, pero la mía es, como decían Los Nikis, la inútil persecución de Logan.
Al final, como a parte de mi pelo, lo dejo marchar. Se acaba la Castellana y pienso que, como en mi vida, el resto ya es cuesta abajo. Pero nadie dijo que esto fuera fácil. Tras apenas unos metros de descanso, otra cuesta, esta vez la de Alberto Alcocer. Acelero el ritmo y empiezo a hacer lo que realmente me gusta, que es adelantar gente (vale, son ancianos y tipos con severo sobrepeso), hasta llegar a la meta con una marca que, para mí es buena, aunque contextualizada me deja en el segundo tercio de la clasificación de veteranos. Cinco minutos más tarde llega el jefe supremo, pero yo no lo veo. Estoy buscando un estanco abierto.
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