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Columna
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Carta a Francisco Brines

QUERIDO PACO: seguro que ahora estás en Elca, la casa familiar que has elevado a territorio mitológico de la literatura, y que para todos nosotros, tus amigos lectores, constituye un faro desde donde irradia la alegría, porque tú vives allí. Basta con que un amigo esté en un lugar cualquiera para que ese lugar se convierta en un ámbito propio, en nuestra casa por cariño interpuesto./

Te escribo desde Serra, la casa, también, en donde paso los veranos. Hemos hablado muchas veces acerca del significado, para nosotros dos, de nuestras respectivas casas de infancia: representan el lugar en el que hemos despertado a los sentidos y a la belleza del mundo, el paisaje que nos ha hecho amar la realidad, nuestro hogar más verdadero. Son el vínculo con nuestros padres y con el amor que nos regalaron. Y, como me dijiste un día, de ese amor vivimos siempre.

El caso es que esta mañana me he puesto a leer en el jardín, otra vez, poemas tuyos. Cuando me encontraba en el inédito Trastorno en la mañana, en los versos que dicen “He leído el poema de un amigo / y se han puesto a cantar todos los pájaros”, los pájaros de Serra, primos hermanos de los pájaros de Elca, también se han puesto a cantar, en el dialecto ornitológico serrano. Los he traducido enseguida, y se ve que nos conocen y que saben que nos alegraríamos de esa coincidencia cantora. Me han entrado ganas de decírtelo por carta.

CUANDO UN POEMA NOS EMOCIONA, NOS PRODUCE UNA INMEDIATA SENSACIÓN DE PLENITUD, DE CONFORMIDAD CON LAS COSAS DEL MUNDO.

Cuando un poema nos emociona –tú lo sabes mejor que nadie–, nos produce una inmediata sensación de plenitud, de conformidad con las cosas del mundo, y cuando ese poema que nos emociona es el de un amigo, la conformidad y la plenitud son absolutas. Así me he sentido, Paco, esta mañana: agradecido a mi suerte, agradecido a las palabras, agradecido, sobre todo, a ti y a tus poemas.

Ya sabes que para mí –como para tantos buenos amigos: para Vicente Gallego, para Felipe Benítez, para Luis García Montero, para Fernando Delgado, para José ­Saborit, para Antonio Cabrera– tu obra y tu persona significan el mejor ejemplo que he conocido de perfecta y natural correspondencia entre la poesía y la vida. En ti hemos aprendido la obediencia mutua que se deben profesar la literatura y el hombre, y que los dos están al servicio de la felicidad y de la búsqueda de un conocimiento sensual de la existencia.

Hace años, después de la muerte de César Simón, estuvimos juntos en un homenaje que se le hizo en Villar del Arzobispo, donde él tenía un refugio perdido en la montaña. Quisimos conocer su retiro, y nos llevaron hasta allí por pistas forestales. Seguro que lo recuerdas. Allá arriba, asomados a la vega, desde la cresta de un roquedal, hicimos memoria de las descripciones que César hacía de los amaneceres. Tú te quedaste ensimismado y teorizaste sobre las diferencias sentimentales de la luz. Nada tiene que ver la luz rota del que se acuesta al amanecer, después de trasnochar, con la luz del que se levanta para ver ese amanecer mismo. Yo he visto muchas veces –dijiste– la luz rota.

Pues bien, Paco, esta mañana en Serra la luz estaba entera, palpable, recién salida de su nuevo día. Tu poema cantaba. Cantaban los pájaros de aquí, y les he dicho que se vayan a cantar a Elca, que te lo cuenten todo y que te digan lo mucho que te quiero.

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