La función cultural de una ciudad
La aspiración ilustrada de implantar un orden cartesiano sobre el globo terráqueo ha tenido consecuencias tan sublimes como catastróficas. El ensanche parisino y la expulsión del peatón de Brasilia podrían resumir las dos caras de esa moneda.
Lewis Munford se negó a escribirle a Josep Lluís Sert el prólogo a su famoso ensayo Can Our Cities Survive? porque de las cinco categorías formuladas en los dos CIAM (Congresos Internacionales de la Arquitectura Moderna) previos a la guerra, cuatro (vivienda, ocio, trabajo y transporte) provenían de la Carta de Atenas (la quinta era la planificación regional). Para Mumford la quinta función que una ciudad debía ofrecer era una que el manifiesto urbanístico de 1933 había olvidado: la cultural. La carta de Atenas velaba por que las viviendas fueran higiénicas, alejadas de las vías de comunicación, por que la densidad fuera razonable y por que el suelo quedara liberado. Ni una palabra sobre lo que a la postre resultó ser el gran peligro de la vivienda y el gran mal de las ciudades: la especulación.
Mumford era un defensor de la humanización de la ciudad. Por eso consideraba desatendidas cuestiones como el espacio público. El arquitecto sevillano Carlos García Vázquez (1961) lo explica en su libro Teorías e Historia de la Ciudad Contemporánea (Gustavo Gili) y añade que a Sert le costó sobreponerse a la crítica. Mientras era decano de la Graduate School of Design de Harvard, había definido el diseño urbano como la parte del urbanismo que aborda la forma física de una ciudad. Puede que por la crítica de Mumford terminara reconociendo la necesidad de considerar la vida emocional de las comunidades.
García Vázquez describe como “burbujas de humanidad” las intervenciones artísticas que sostuvieron que “una escultura física, estratégicamente dispuesta una zona peatonal correctamente proyectada o un conjunto de equipamientos sabiamente agrupados difundirían el espíritu comunitario”. El supuesto de que la forma física determina la manera de actuar de la gente parte, sin embargo, de lo controlable, la forma. Y desatiende lo incontrolable: el uso.
Para este profesor en la Scuola de Architettura e Società del Politécnico de Milán esa fue la “hoja de ruta que dirigió la transformación de la metrópolis en megalópolis”. Por eso en la década de 1950 se evidenciaron los fallos. La “zonificación funcional”, uno de los pilares del urbanismo iluminista, producía ciudades inflexibles: no propagaba sentimientos entre los residentes.
Contra el paternaismo de los urbanistas, el arquitecto franco húngaro Yona Friedman ha defendido y defiende un urbanismo indeterminado en el que la gente decide dónde y cómo vivir. El filósofo Henri Lefebvre ya lo advirtió en El derecho a la ciudad: el espacio público se hace para la gente y gracias a la gente: determina la vida de la gente mientras que los ciudadanos determinan en respuesta el tipo de ciudad.
Lo difícil de las propuestas que asocian ciudad y libertad es que la libertad se suele leer en términos económicos y así, pasa a entenderse como el derecho a prosperar o incluso el derecho a trabajar. Si nos ceñimos al espacio urbano –el lugar donde eso debería suceder- tendemos a asociar caos y libertad. Por eso las intervenciones de los ciudadanos se perciben como románticas, utópicas, más teóricas que posibles. Y, lo que es peor, fácilmente desactivables: sólo hay que dejar pasar la moda de turno.
El pasado lo demuestra: las propuestas para arquitecturas móviles de Archigram revelaron que su creatividad iba de la mano de la desorientación. De Constant ya ni hablamos. Pocos pensadores radicales consiguen construir. Casi todos terminan dando clase. ¿Es esa la función cultural de una ciudad? ¿Transmitir la idea de que otra ciudad es posible? Max Webber fue el primero en culpar públicamente a la televisión. García Vázquez recuerda que la acusó de aniquilar el espíritu comunitario. Más allá de detectar el problema Lewis Mumford buscó soluciones. Opinaba que era el pequeño comercio lo que aglutina a los ciudadanos y humaniza las urbes. Pero uno no puede evitar cierta sensación de déja vu cuando ve renacer los comercios de su barrio disfrazados de viejos comercios o tiendas vintage. La hipsterización de los barrios es cool. Y puede que su fuerza radique en que muchos la perciban como una moda –como si algo no lo fuera-. Sin embargo, deja un sabor de disfraz más propio de carnavales que de planificaciones urbanas. Así las cosas, ¿cuál es el papel de la cultura en la ciudad? ¿Se trata de un valor elitista y económicamente cuantificable encerrado en las escuelas, las bibliotecas, los auditorios, las librerías, los cines y los teatros? ¿O se trata de algo que modifica los lugares, altera el uso de las calles, convierte las aceras en escuelas de convivencia y nos reforma como parte de un colectivo?
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