_
_
_
_
Perfil

Sigourney Weaver, la musa de hierro

La actriz con un jersey de punto en color azul marino de Sybilla.
La actriz con un jersey de punto en color azul marino de Sybilla.Daniel Riera
Daniel Verdú

A LOS 11 AÑOS quiso ser otra persona. No estaba claro quién ni qué diferencias tendría respecto a la anterior, pero empezó por cambiar de nombre. Lo encontró en las páginas de El gran Gatsby, la novela de Francis Scott Fitz­gerald. No era nadie especial, solo un personaje secundario con un nombre largo, bonito y serpenteante. Además, empezaba por s, como Susan, con el que hasta entonces se había presentado al mundo. Todos sus profesores se negaron, pero no había vuelta atrás. “En parte decidí que fuera Sigourney para que dejasen de llamarme Suzy. Pero ahora todos me llaman Siggy. Supongo que quería ser otra persona, sentirme diferente. Pero, sabes, al final no puedes escapar a tu destino”

Estamos en Barcelona. Sigourney Weaver prueba una sopa de verduras, todavía demasiado caliente, mientras recuerda la historia de su nombre y reflexiona sobre las consecuencias de la recesión económica. Se acerca a la ventana y confiesa que le gusta esta ciudad y estaría encantada de mudarse una temporada. Si vivieran aquí, fantasea, quizá su marido podría ir a hacer surf a su adorado San Sebastián. Entonces coge de nuevo la cuchara y sopla con cuidado, como si pidiera un deseo. Un monstruo viene a verme, la película de Juan Antonio Bayona, participará en el Festival de Cine de San Sebastián el próximo mes de septiembre y el certamen la reconocerá con el Premio Donostia a toda su trayectoria. Si hay olas, su marido quizá pueda hacer surf en un par de semanas.

Sigourney Weaver en la sesión de fotos con El País Semanal. Lleva un top con flecos de Loewe, pantalón de Shon Mott y zapatos de Carmina Shoemaker.

Cuando pise la alfombra roja del Kursaal, Weaver estará a punto de cumplir 67 años. Se presentará con un papel en el que interpreta a la abuela de un chico en plena aceptación del cáncer que padece su madre mientras él trata de exorcizar cada noche sus miedos con la visita de un monstruo en forma de árbol (Liam Neeson). Una historia basada en el espléndido y homónimo libro de Patrick Ness, donde Bayona, después de El orfanato y Lo imposible, vuelve a desmenuzar las complejas relaciones entre madres e hijos. Pero sucede también que es el primer papel de Sigourney Weaver como abuela. De este modo, el cine se adelanta a su propia vida personal (su hija, de 25 años, todavía no ha sido madre) y ofrece una espontánea metáfora de una carrera cinematográfica que alcanza ahora la madurez, en una industria que no suele aceptarla bien en las mujeres, y que comenzó en la treintena a bordo de la nave espacial Nostromo, en la piel de la legendaria teniente Ellen Ripley en Alien, el octavo pasajero (1979).

“Trump tiene la visión más oscura y estrecha de miras que existe. Y además se jacta. NO CREO QUE TENGA POSIBI-LIDAD DE SALIR ELEGIDO”.

Aquella película configuró realmente el destino de una mujer que tenía planeado pasar su vida sobre las tablas y que no acababa de asimilar los resortes ni las virtudes del cine. “Yo era una actriz de teatro. Me dijeron que era una película de ciencia-ficción y no me sedujo demasiado. Me di cuenta de que aquello podía ser algo cuando vi todo el trabajo artístico y estético que habían hecho”. El mundo que la convenció fue la icónica obra del artista suizo H. R. Giger, encargado del diseño del primer monstruo al que se enfrentaría en su carrera y de los escenarios en los que viviría durante semanas en Inglaterra. Fue una prueba de fuego, recuerda mientras estira su largo brazo para recuperar la sopa ya tibia. Era su primera película –en realidad había tenido unos segundos en Annie Hall (1977) dos años antes– y ni siquiera podía dejar de mirar el objetivo cuando la enfocaban. “La primera semana no paraban de decirme: ‘¡No mires a cámara!’. Y yo les contestaba: ‘Es que me la ponéis delante todo el tiempo”. El reto consistió en darle la vuelta y afrontar la película como si fuera su propia versión de Enrique V. “Tiene que ver con eso de Shakespeare de que una mujer se ponga en la piel de un hombre. Pero me temo que en el guion no lo hicieron por razones feministas, sino porque pensaron que nadie creería que la mujer iba a ser la superviviente”.

La cinta de ciencia-ficción de Ridley Scott dio a luz a la primera heroína moderna del cine de acción. Una personalidad inédita hasta entonces en Hollywood, y que fue evolucionando con los años sobre papeles de mujeres duras, inteligentes y capaces de cuidar de sí mismas. La zoóloga Dian Fossey en Gorilas en la niebla (1988), la ejecutiva de Armas de mujer, la diplomática de El año que vivimos peligrosamente (1982) o, incluso, la joven violonchelista Dana Barrett, que era capaz de levitar dos metros por encima de su cama mientras era abducida por el mundo paranormal de Cazafantasmas (1984). La mayoría de ellas, en el fondo, sufrían también por sus roces con un mundo rígido e impermeable a las diferencias que exhibían. Aunque siempre lo hicieran a escondidas.

En la primera imagen, \'Armas de mujer\' era una ácida crítica del universo de las finanzas de los años ochenta. En la segunda, fotograma de su película \'Un diablo viene a verme\'.

Después de Alien ella también quedó sumida en una crisis artística y personal de dos años. “La fama es algo extraño. Me producía rechazo estar en las portadas de revistas, no quería renunciar a mi privacidad. Así que intenté evitar un poco toda aquella historia durante años, hasta que entendí que era parte del trato. Yo era muy tímida, y eso fue un shock para mí. Me metí debajo de la tierra durante dos años. Rechacé un montón de papeles, hice teatro y poco más. No sé por qué, pero pensaba que Alien no era un trabajo de verdad. No quería abandonar mi vida humilde en Nueva York, deseaba ser una persona normal que pudiera viajar en autobús. Pero si pudiera darle un consejo a aquella joven, le diría que no se lo tomase tan en serio, no importa, hay que hacer de todo, estar en distintos tipos de papeles”.

Susan Alexandra Weaver nació en octubre de 1949 en Manhattan. Su padre, Sylvester L. Weaver, Pat, fue presidente de la NBC y un revolucionario de la televisión que inventó los talk shows. La actriz reconoce que ejerció una gran influencia en ella y que a menudo seguía sus consejos: “Movía la cabeza en signo de aprobación cuando le gustaba algo [como Cazafantasmas, su favorita]”. Pero nunca le interesó la televisión, señala, no quería participar en un negocio en el que estuviera él. Su madre, Elizabeth Inglis, fue una de las actrices británicas más prometedoras de los años cuarenta –de ella conserva un pequeño deje inglés– y logró aparecer en algunas de las primeras películas de Alfred Hitchcock, como 39 escalones. Pero el matrimonio con aquel ejecutivo de éxito enterró su carrera. “En aquellos días mi padre era el típico gran hombre con una bella mujer que se ocupaba de todo. Fue una decisión muy dura para ella…, y por eso creo que nunca quiso sentarse conmigo a hablar de teatro, cerró esa puerta”.

Cumplió 18 años sin tener muy claro a qué dedicarse. Antes de marcharse a Stanford a estudiar literatura inglesa, pasó un verano viviendo en la caseta de un árbol. “En aquella época, a principios de los setenta, la gente vivía en tippies, caravanas…, era parte de un movimiento. Pensé en ser periodista, me parecía que podía ser un trabajo muy interesante”, explica mientras intenta convencer al redactor de las similitudes entre actuar y elaborar un artículo. Aquella aventura desembocó en la escuela de arte dramático de Yale, donde empezó un calvario personal – estuvo a punto abandonar– al ver negado su talento una y otra vez por sus profesores de interpretación. Solo un curso por debajo despuntaba con fuerza un proyecto de actriz llamado Meryl Streep. “Creo que a ella también se lo hicieron pasar mal. Pero estaba más desarrollada profesionalmente y tenía más confianza que yo. Mucha gente ha tenido malas experiencias en las escuelas de arte. Hay una cierta tradición según la cual deben quebrar a esos jóvenes actores para ver qué sucede… Quizá yo me lo tomé demasiado en serio… Pero me hizo más fuerte, cuando llegué a Nueva York no pensaba que fuera a encontrar un trabajo después de todo lo que me habían dicho. Así que llegué sin presión, y eso hizo mi trabajo más interesante”.

La saga 'Alien' puso a Weaver en la puerta del estrellato.

Pero, más adelante, Alien también truncó las secretas aspiraciones de Weaver de hacer más comedia. Para Cazafantasmas, explica, tuvo que hacer una audición porque nadie en el estudio pensaba que pudiera ser graciosa después de haberla visto enfrentada a aquel monstruo en el espacio exterior. Su altura (1,82 metros) tuvo algo que ver también con el tipo de papeles que le ofrecían. Siempre en los márgenes de las historias convencionales. “Lo bueno es que algunas personas muy inusuales, como Ridley Scott, James Cameron o Peter Weir, han querido trabajar conmigo. Y estoy muy agradecida por ello. Pero es verdad que siempre supe que no iba a conseguir muchos papeles de novia de los típicos actores que hacen de protagonistas en Hollywood. Así que no hice muchas historias de amor”.

Weaver es más alta que la mayoría de actrices de su generación. También que los hombres y mujeres que no salían en la pantalla. Puede verse en la sesión de fotos que realiza con Bayona, a quien saca varias cabezas mientras posan y bailan para la cámara una hora antes de esta entrevista. Pero también lo veían los productores. ¿No será también que los actores de Hollywood son demasiado bajos? “Desde luego. Me acuerdo yendo a un par de reuniones donde uno de los actores no quiso levantarse a estrecharme la mano para que los productores no vieran lo pequeñito que era. ¿Acomplejados? Hay de todo, mira Mel Gibson [interpretaron juntos El año en que vivimos peligrosamente], era más bajito que yo y me ponía tacones, pero él está muy seguro de sí mismo. Depende del tipo”.

“El cine YA tiene poco que ver con El Pres-tigio y con hacer algo único. Disfruto Más con LOS trabajos peque-ños”.

Es inteligente, culta, irónica y posee una capacidad de afrontar los argumentos de forma completamente abierta ante el discurso de su interlocutor. Es difícil encontrar algún rastro del superego de estrella y, sin pretenderlo, logra que te marches a casa pensando que se ha quedado preocupada por alguna cuestión intrínseca de tu vida. No rehúye la conversación política y, como muchas de sus compañeras de profesión, deja al descubierto sus inclinaciones y su cercanía con las ideas progresistas. Ella asegura que apoyará a Hillary Clinton (a quien conoce personalmente y en la que muchos vieron una inspiración para su papel en la serie Political Animals). De Donald Trump asegura: “No me lo puedo imaginar como presidente, ni siquiera queriendo serlo realmente. Le está dando una gran ventaja a Hillary Clinton porque está difuminando el panorama republicano, no parece que haya un candidato fuerte excepto él. Yo no creo que tenga ninguna posibilidad de salir elegido, la verdad. O créame, me mudaré a Barcelona”.

–¿Cómo se explica que alguien con sus ideas pueda llegar tan lejos en una carrera política en un país construido por inmigrantes?

–Trump tiene la visión más oscura y estrecha de miras que existe. Y, además, la promociona. Fue un error y muy ridículo lo que dijo sobre los musulmanes, pero estaba probando cuán lejos está dispuesta a llegar la gente con su miedo. En Estados Unidos nos hemos aislado demasiado con el temor a lo de fuera y con el peligro que pueda llegar del exterior. Y es ridículo, porque en realidad tenemos el peligro en casa con la proliferación de las armas y la gente nacida aquí disparándose entre ella. Esa es la tragedia. Y ahí es donde debemos poner nuestra energía.

Nueva York es el único vínculo que Sigourney Weaver es capaz de establecer con Donald Trump. Pero su ciudad es otra. La de los cafés, los viajes en autobús con un libro en la mano y un sombrero sin que nadie la reconozca. Y la de los pequeños teatros, como el Flea, el proyecto que fundó en 1996 su marido, el director hawaiano Jim Simpson, a quien conoció en un teatro de verano hace 31 años. “Yo hacía Old Times, una obra de Harold Pinter, en el escenario principal con Dianne Wiest y le conocí al final de la temporada en una fiesta. Intenté sacarle a bailar, pero me dijo que no. Fue todo muy embarazoso. Sin embargo, fuimos capaces de sobrevivir al primer encuentro y le pedí que viniera a una gran fiesta que monté al principio del rodaje de Cazafantasmas. Tres meses más tarde nos casamos”. La fidelidad y el compromiso todavía existen, bromea, pero siempre reciben más publicidad los que se divorcian.

Su compromiso ahora se extiende también a los proyectos más reducidos, a pequeñas obras de teatro o placenteras apuestas –como la que se encuentra promocionando, señala– que sigue alternando con gigantes cinematográficos como las secuelas de Avatar, Alien o Cazafantasmas, que acaba de terminar o se dispone a empezar. “El cine ya casi nunca tiene tanto que ver con el prestigio y con hacer algo único. Cada vez se hacen menos películas y están más preocupados con el beneficio que pueden sacar de cada una. Disfruto más con los proyectos pequeños, donde me realizo y puedo llevarme esa experiencia más personal a otras producciones mayores”.

Por eso, en parte, se alegró tanto cuando Bayona, de quien ya había visto El orfanato y Lo imposible, la llamó para encarnar a la abuela de Connor. Y aunque en realidad en la película se aborda de una forma más bien metafísica, el cáncer es uno de los ejes narrativos sobre los que da vueltas la historia que transforma la vida de todos los personajes. “Obviamente es algo universal que todos hemos vivido de cerca, pero nuestro negocio lo esquiva porque es algo triste. Lo que más me gustó de la historia es cómo Jota trata la complejidad de la situación para el niño y cómo retrata sus sentimientos de querer que su madre esté bien. Es muy distinto de cómo estamos acostumbrados a gestionar el tema de los niños y la muerte. Le da a él mucho crédito porque es un personaje muy complejo. Jota tiene un don especial con los pequeños y su punto de vista”.

Mientras tanto, la mujer que fue capaz de cambiarse el nombre a los 11 años para enfrentarse a los peores monstruos interestelares, tener una cita fugaz con Woody Allen o sobrevivir a una invasión fantasma en Manhattan, seguirá preocupada por criaturas más peligrosas y menos exóticas como Donald Trump, o cuestiones más prosaicas como la recesión económica, la proliferación de armas en su país y, sobre todo, su familia. “Créame, después de todos estos años, puedo asegurar que es mucho más complicado ser madre que actriz”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_