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Aquellas medallas olímpicas que derrotaron al dios fútbol

Los Juegos Olímpicos es la única oportunidad que tiene una disciplina minoritaria para robarle protagonismo a la verdadera religión del pueblo

Epi persigue a un joven Michael Jordan durante la final de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en 1984. El baloncesto robaba, por primera vez en España, el protagonismo al fútbol.
Epi persigue a un joven Michael Jordan durante la final de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en 1984. El baloncesto robaba, por primera vez en España, el protagonismo al fútbol.

Judokas islandeses que ponen de moda el tatami a orillas del Ártico, piragüistas moldavos que se convierten en ídolos nacionales en tierra de boxeadores, atletas namibios que se han colgado de la pechera todas las medallas olímpicas obtenidas por su país en la historia, jugadores de baloncesto puertorriqueños que fulminan por sorpresa a estrellas de la NBA, futbolistas sub 23 mexicanos que le niegan a Brasil su primera medalla de oro olímpica en el deporte que reinventó Pelé, velocistas griegos que surgen de la nada para derrotar a las centellas jamaicanas, norteamericanas y británicas… Todo eso ha ocurrido en los Juegos Olímpicos de verano, superproducción de éxito global que estrena una nueva temporada cada cuatro años y que, hasta la fecha, ha exhibido una galería de actores secundarios superior a la de The Wire y giros argumentales dignos de Juego de tronos.

Los JJ OO, además, suelen citar al aficionado con deportes que no frecuenta el resto del año. La España de la inmediata posguerra, por ejemplo, sólo celebró dos medallas, una en hípica (la plata de Jaime García Cruz, Marcelino Gavilán y José Navarro en la prueba de saltos por equipos de Londres 1948) y otra en tiro (el bronce de Ángel León en Helsinki 1952). Eso explica la insólita popularidad que caballos y pistolas conservaron durante años en un país sometido a una estricta dieta de fútbol.

“La gente se reía de nosotros cuando entrenábamos al aire libre”, contaba Llopart (medallista en marcha) en una entrevista reciente. “Les parecía ridículo el contoneo. Nos decían: ‘Bailarinas, cómo movéis el culo”

La televisión en blanco y negro trajo la primera medalla en deportes de equipo tras la legendaria plata en fútbol de Amberes 1920: el bronce en hockey hierba en Roma 1960. “Nadie contaba con nosotros, fuimos la revelación del torneo. En los Juegos siguientes ya nos estaban esperando y todo resultó mucho más difícil”, confirmaba décadas después Pere Amat, que con 20 años fue uno de los integrantes de aquel equipo pionero.

Una medalla contra pronóstico obtenida, además, en un deporte que sólo escapa a la definición de minoritario en Terrassa. En esta ciudad de 215.000 habitantes a 35 kilómetros de Barcelona se practica el hockey hierba desde 1910. Allí se forjó la saga de los Amat, un caso único en la historia del deporte: cuatro hermanos y dos primos, con sus respectivos hijos, toda una dinastía olímpica que ha estado presente en 13 de los 15 últimos Juegos y ganadora de cuatro medallas, dos de plata y dos de bronce.

Pero quien de verdad asomó a los españoles a un deporte insólito, inaugurando de paso otra gran saga olímpica, fue el marchador de El Prat de Llobregat (Barcelona) Jordi Llopart Ribas. “La gente se reía de nosotros cuando entrenábamos al aire libre”, contaba Llopart en una entrevista reciente. “Les parecía ridículo el contoneo. Nos decían: ‘Bailarinas, cómo movéis el culo”. Su deporte, la marcha atlética, consiste en esencia en andar muy deprisa, arqueando caderas y piernas al ritmo de un metrónomo invisible, propulsándose sin correr.

El checoslovaco Emil Zatopek da un beso a su mujer tras ganar el oro en la primera maratón olímpica en Helsinki 1952.
El checoslovaco Emil Zatopek da un beso a su mujer tras ganar el oro en la primera maratón olímpica en Helsinki 1952.

“Cuando era adolescente, mi padre me dijo que yo no servía para correr, y que si quería hacer deporte, probase suerte con la marcha”, explicaba Llopart. El arte del contoneo le llevó a ser medalla de oro en Praga 1978. Dos años después, el 30 de julio de 1980, puso en marcha el metrónomo en una calurosa tarde noche moscovita sin más ambición que intentar seguir el ritmo del mexicano Raúl González, al que se consideraba el principal candidato al oro. 50 kilómetros y 3 horas y 51 minutos más tarde, entraba en el estadio olímpico Vladimir Lenin en segunda posición, por detrás del alemán Hartwig Gauder, pero por delante de un desfondado González.

Su medalla de plata explica en gran medida que a los españoles dejase de resultarles ajena esta peculiar disciplina deportiva y que se produjese una cascada de éxitos posteriores, de Josep Marín a Daniel Plaza, Valentí Massana, María Reyes Sobrino, María Vasco o Jesús Ángel García Bragado. Como explicaba el presidente de la Real Federación Española de Atletismo, José María Odriozola, popularizar una disciplina deportiva exige años de planificación, un intenso trabajo de base, inversión pública y patrocinios. El único atajo para alcanzar antes el círculo virtuoso es un éxito al máximo nivel. Como la medalla de Llopart en Moscú. O la obtenida, cuatros años después, por la selección española de baloncesto en Los Ángeles 1984.

“Casi nada de lo que vino después habría sido posible sin esa medalla [la de baloncesto de España en Los Ángeles 84]. Ni el salto a la NBA de Fernando Martín ni muchos de los éxitos posteriores de la selección. En Los Ángeles empezó todo

Una plata legendaria, a la que rindieron homenaje Los Nikis con su éxito El imperio contraataca. “Mira cómo gana la selección, España está aplastando a Yugoslavia, por 20 puntos arriba”, cantaban en 1985 los llamados Ramones de Algete. Se referían al partido en que el equipo español se aseguró la medalla, la épica victoria en semifinales (74-61, al final sólo fueron 13 puntos) contra la selección de los hermanos Petrovic. En aquella escuadra olímpica estaban Juan Antonio Corbalán, Nacho Solozábal, Juan Antonio San Epifanio Epi, Josep Maria Margall, Fernando Martín o Juanma López Iturriaga, que ya habían sido subcampeones en el Europeo de Francia del año anterior y semifinalistas en el Mundial de Colombia 1982.

Pero es esa plata con sabor a oro de Los Ángeles –la derrota en la final contra los Estados Unidos de un joven pero ya temible y muy mediático Michael Jordan se daba por descontada– la que de verdad explica la inesperada popularización del baloncesto que se produjo en España en la recta final de la década de los ochenta. Una fiebre de la canasta que hizo posible el despegue de la recién creada liga ACB y la irrupción posterior de generaciones tan brillantes como la de los hermanos Gasol, hijos indirectos de la fama de un deporte que hasta entonces había sufrido un persistente eclipse causado por el fútbol.

Según Javier Maestro, de la página especializada encestando.es, el 10 de agosto de 1984, fecha de la final, “fue la noche en que el baloncesto español se hizo mayor de edad”. Para Robert Álvarez, redactor deportivo de EL PAÍS, “casi nada de lo que vino después habría sido posible sin esa medalla. Ni el salto a la NBA de Fernando Martín ni muchos de los éxitos posteriores de la selección. En Los Ángeles empezó todo”.

A la izquierda, Zatopek, que llegó al deporte desde una fábrica de zapatillas de Checoslovaquia, logró en el plazo de una semana durante Helsinki 1952 los oros en 5.000 y 10.000 metros y en maratón. Derecha, el griego Konstantinos Kenteris, que dejó a todos boquiabiertos cuando logró el oro de los 200 metros en Sídney 2000.
A la izquierda, Zatopek, que llegó al deporte desde una fábrica de zapatillas de Checoslovaquia, logró en el plazo de una semana durante Helsinki 1952 los oros en 5.000 y 10.000 metros y en maratón. Derecha, el griego Konstantinos Kenteris, que dejó a todos boquiabiertos cuando logró el oro de los 200 metros en Sídney 2000.

Otros países consiguieron asomarse a círculos virtuosos similares con éxitos olímpicos en deportes con poca tradición o en horas bajas. Es el caso de Konstantinos Kenteris, velocista griego que logró un sorprendente oro en los 200 metros lisos en la Olimpiada de Sídney 2000, derrotando al británico Darren Campbell y a Ato Boldon, atleta de Trinidad y Tobago. Un éxito manchado cuatro años más tarde, al saltarse Kenteris una cita con el control antidopaje durante los Juegos de Atenas 2004, pero que en su día supuso la primera victoria olímpica de un velocista blanco en 20 años y dio un decisivo impulso a la popularidad de las carreras cortas en Grecia.

Entre los casos más exóticos, el de Bjarni Friorikkson, medalla de bronce en judo en Los Ángeles 1984, emulado por toda una generación de jóvenes judokas islandeses que llevan tres décadas practicando el arte marcial japonés en el extremo norte del mundo, aunque sin alcanzar el nivel de su ídolo. Los japoneses, a su vez, se permitieron todo un lujo al derrotar a EE UU en la final de softball femenino de los Juegos de Pekín 2008, consiguiendo que este extraño deporte pasase a ser en su país tan popular como el flamenco.

Otro que fue mucho más allá de las expectativas es el luchador puertorriqueño Jaime Espinal, auténtico ídolo en el estado insular asociado a Estados Unidos con su plata en Londres en 2012. Y también Puerto Rico experimentó un auge pasajero del independentismo (la opción de una separación definitiva de EE UU es tradicionalmente muy minoritaria) cuando su selección de baloncesto derrotó en Atenas 2004 a una versión un tanto jibarizada del Dream Team de 1992, pero que pese a todo contaba con estrellas de la NBA como LeBron James, Allen Iverson o Carmelo Anthony. El periódico Primera Hora de Puerto Rico lo recuerda aún hoy como “el día en que los boricuas nos ganamos el respeto del mundo”.

El equipo japonés de 'softball' femenino popularizó este deporte en su país después de conseguir el oro en Pekín 2008 frente a la hasta esa fecha imbatible selección de EE UU.
El equipo japonés de 'softball' femenino popularizó este deporte en su país después de conseguir el oro en Pekín 2008 frente a la hasta esa fecha imbatible selección de EE UU.

El mismo tipo de respeto que merece en Namibia el atleta retirado Frankie Fredericks, ganador de las cuatro únicas medallas olímpicas obtenidas por su país desde que se independizó de Sudáfrica. Fredericks se formó en una universidad de EE UU, pero nunca ha renunciado a representar a su país. “En Namibia no había ningún tipo de infraestructura deportiva, el equipo olímpico de Barcelona 92 éramos yo y mis circunstancias”, explicaba con desenfado el velocista al diario The Guardian. Pese a todo, ya en esa olimpiada, a los 24 años, Fredericks obtuvo medallas de plata en los 100 y los 200 metros. Dos éxitos que, según bromeaba entonces, podrían convertirle en presidente de su país si algún día llegara a planteárselo.

Como Nicolai Juravksi, medalla de plata en piragüismo en Atlanta 1966 y hoy presidente del Comité Olímpico de su país, Moldavia, además de diputado del opositor Partido Popular moldavo. Mucho peor fue la carrera política del fondista checoslovaco Emil Zatopek, la locomotora humana, ganador del inolvidable maratón de los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952. Zatopek había obtenido ya las medallas de oro en los 5.000 y los 10.000 cuando completó su gesta en esos 42 kilómetros que en la capital finlandesa se corrían por primera vez en una olimpiada.

El espigado fondista, hijo de una modesta familia campesina, puso a su país a correr durante décadas, en una fiebre por las carreras de fondo que llegó a abarrotar las carreteras de las afueras de Praga. Convertido en héroe nacional y en miembro de la ejecutiva del Partido Comunista, apoyó al ala reformista, que fue purgada en cuanto los tanques soviéticos pusieron fin a la primavera de Praga de 1968. Hay quien opina que sólo el recuerdo de su épico esfuerzo solitario evitó entonces que sus inquietudes políticas le costasen la vida. Otro efecto colateral de ese guion perfecto que escriben todos los veranos los Juegos Olímpicos.

Fotografías: EFE/Mondelo, Keystone, Imago/Horstmüller, Reuters/Suhaib Salem, Reuters/ Lucy Nicholson, Imago/Hoch Zwei, Bloomber News/Natalie Behring.

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