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Tribuna
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Gran coalición o empate catastrófico

Para desarmar al populismo es preciso un acuerdo entre los partidos que quieren devolver su crédito a la democracia

José María Lassalle
Encuentro entre Mariano Rajoy y Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados.
Encuentro entre Mariano Rajoy y Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados.J. SORIANO (AFP)

El pasado 26 de junio, el pueblo habló sin más intermediarios ni tribunos que las urnas. Lo hizo con una participación equiparable a la vivida unos meses antes y unos resultados que dan y quitan razón a cuanto se ha hecho y dicho desde el pasado 20 de diciembre para acá. Los españoles dibujaron un mapa de la geografía política por la que deberá discurrir el interés general si quiere ser respetado. Dijeron, en primer lugar, que no quieren experimentar en su carne el populismo. Ni como opción de Gobierno ni como fuerza dominante de la izquierda. En segundo lugar, que quieren que el Partido Popular siga gobernando, aunque de otra manera: con una mayoría relativa que siga desarrollando las políticas que han permitido vencer la crisis, aunque con un estilo distinto en el fondo y en las formas. En tercer lugar, que Europa importa y que quieren vivir en sintonía con lo que acontece en la zona sensata del continente, sin aventuras latinoamericanas ni extravagancias anglosajonas. Y en cuarto lugar, que las opciones independentistas son minoritarias, aunque es inevitable que, a la vista de su vigencia y vigor, se adopte alguna fórmula institucional que permita encauzarlas dentro del marco constitucional que nos dimos en 1978.

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La conclusión más importante de las cuatro es que España no quiere ser populista. Al menos por ahora, porque aunque los ciudadanos hayan dado la espalda a Unidos Podemos, sin embargo, las causas emocionales que han liberado la corriente subterránea que ha hecho posible su irrupción siguen latentes. Las elecciones del domingo han sido básicamente la respuesta a la inquietud que provocaba un Gobierno que nos condujera hacia el abismo distópico venezolano o griego. Con todo, los efectos del malestar colectivo que están detrás del populismo, y que fueron provocados por la crisis y la corrupción, no se han disipado. El populismo ha calado y tiene una inquietante dimensión de transversalidad, que ha establecido redes de complicidad con un populismo periodístico y una intelectualidad orgánica que proyectan sistemáticamente una antipolítica, que hace de la política una caricatura de sí misma.

La responsabilidad fundamental que tenemos por delante es restañar las heridas morales que han hecho posible el populismo. Este es la sombra de nuestra democracia. Vamos a convivir con él durante mucho tiempo y eso exige que la política se imponga a la antipolítica mediante ejemplaridad, moderación y pedagogía democráticas. Hay que combatirlo en sus fundamentos y eso significa desarmar esa “teatrocracia” de la que habla Andrea Greppi en un ensayo reciente y que significa el triunfo de los enemigos de la sociedad abierta, al acusarla de ser una pura ficción interesada.

España no quiere ser populista, al menos por ahora

Es el momento, por tanto, de una gran coalición entre los partidos que tienen la responsabilidad de devolver su crédito a la democracia. Hay que formalizar un acuerdo de legislatura que establezca un programa de gobierno que afronte los consensos exigidos por el país en materia constitucional, territorial, social y económica; y que hagan realidad en España el mismo entendimiento que en Europa evidencian Merkel y Hollande, y que la propia Unión Europea disfruta gracias al pacto de legislatura que existe en Bruselas entre populares y socialdemócratas.

España no puede ser una anormalidad europea cuando los españoles han querido ser europeos y no populistas. Unas terceras elecciones abrirían las esclusas al riesgo de un tsunami antipolítico. A ello nos veríamos abocados si fracasa la política que encarnan el Partido Popular y el Partido Socialista. El primero ha logrado la confianza mayoritaria de la sociedad española y el segundo la de la izquierda reformista y socialdemócrata de nuestro país. Ambos tienen la responsabilidad de entenderse y desactivar los fundamentos del populismo. De lo contrario nos deslizaremos hacia un “empate catastrófico” que evidencie lo que el populista García Linera, intelectual de cabecera de Unidos Podemos, describe como un punto álgido en la confrontación de bloques que decidirá el sentido de la evolución de la crisis del Estado y que “puede durar semanas, meses, años; pero llega un momento en que tiene que producirse un desempate, una salida que está marcada por la conflictividad y, por lo general, se da por oleadas”.

Lo que significan esa conflictividad y esas oleadas es evidente y no se las merecen nuestro país. Es, por tanto, el momento de decidir entre la magnanimidad y sentido de Estado o ahogarnos en el tacticismo que nos lleve a la catástrofe de una mayoría populista que será permanente.

José María Lassalle es secretario de Estado de Cultura y diputado a Cortes por Cantabria.

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