El beso
La cara de Elvira, la mujer del dueño y señor de ese balcón, no era un poema, no: es que la cara de Elvira no decía nada


Gozo. Alegría. Disfrute. Libertad. Cosquilleo. Celebración. Todo eso y mucho más busca un beso, expresa un beso, muestran los besos. Quizá por eso lo que más nos extrañe de un beso es que sea, justamente, un beso triste.
El beso del balcón de Génova, 13 que vimos el domingo tras horas de falsas sonrisas, discursos impostados y bromas en Twitter dejó boquiabierto a más de uno. Aunque haberlos haylos, los políticos no tienden demasiado a gestos así, íntimos a la par que grandilocuentes, sencillos pero reveladores. Auténticos. De Mariano Rajoy, el asceta, el sencillo, el del traje gris, era de quien menos se veía venir. De ahí la sorpresa, aunque motivos de celebración no le faltaban.
Pero la sorpresa, si ya fue mayúscula por él, lo fue más por ella. La cara de Elvira, la mujer del dueño y señor de ese balcón, no era un poema, no: es que la cara de Elvira no decía nada. Si algo se entreveía era tristeza. No vergüenza por un beso inesperado, no timidez, ni sorpresa ni desagrado. Esa mirada era un espejo de pena.
Quizá el de Pontevedra se vio fuerte y se le desbordó el amor. Quizá quiso rozar la épica de un gesto de hace seis años, cuando otro ganador impresionó a media España (¡a España entera!) improvisando un beso. ¿Quién no se acuerda de lo de Iker y Sara?
Pero la protagonista se parecía más a otra novia, célebre por su gesto cariacontecido. Más que Sara de Sudáfrica, Elvira parecía Charlene de Mónaco. Obligada, doliente, media sonrisa, ojos caídos. Para ella, ese no era un beso de emoción. Sabía a tristeza. El motivo de esa pena será lo que —probablemente en los dos casos— nunca nos sea revelado.
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