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Columna
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El niño del lobo

Manuel Rivas

Pensé en él al ver las imágenes del gorila Harambe y el niño en el zoo de Cin­cinnati. Pensé de inmediato en él, en lo que él estaría pensando, en lo que haría si estuviera en el lugar del director del zoo. Pensé en él al oír las opiniones de los expertos en el comportamiento animal, y no porque él lo fuera, sino porque me parecía que era alguien diferente, algo más que un experto.

¿Qué haría él? ¿Ordenaría abatir a Harambe?

Había oído hablar mucho de Manuel Súarez en Montevideo. Era un incansable activista cultural. En su casa uruguaya, probamos por vez primera el dulce de leche y un mate con pizca de azúcar, como el que se le da a los niños. Esos habían sido también los primeros sabores de la integración, cuando él emigró con cinco años, en noviembre de 1958, en la última singladura del Cabo de Hornos. Iba de la mano de la madre, y en el muelle les esperaba Jesús, el padre, emigrado tres años antes. Aquel era un buen país para un herrero, le había dicho su amigo Castromil, que llegaría a ser “¡el primer fabricante de cuchillos de Uruguay!”. Había ese día, el de su llegada, una cierta expectación en el puerto. Después de 20 días de viaje tortuoso, mareado, vomitando, iba a ser recibido por una gran comitiva de la comunidad gallega. Él no lo sabía, pero era el más esperado.

Era o neno do lobo. El niño del lobo.

La multitud lo contempló con curiosidad, pero nadie dijo nada sobre el lobo. Ni una palabra. Y tampoco en los días y años que siguieron. Lo había pedido el padre y la gente gallega de Montevideo guardó el secreto.

En aquel verano de 1958, un día de julio, Manuel Suárez fue al monte con sus tíos Manolo y Encarnación y otro muchacho llamado Abelardo. Vivían en el lugar de Tines, en un valle que aboca a la Costa da Morte. Después de comer, sobre las tres de la tarde. Mientras los tíos segaban heno, Manuel y Abelardo quedaron jugando en una encrucijada. Fue el amigo, de 10 años, quien lo vio venir de frente. Gritó y corrió espantado a avisar a los adultos. Manuel también echó a correr, sin verlo, pero sintiendo el aliento a sus espaldas. La última imagen fue una piedra muy pulida, brillante, en la que pisó para salvar un muro. En ese paso fue capturado. El niño se cubrió la cara con las manos. No pudo verle los ojos al miedo. Lo que sí recuerda es que, cada vez que gritaba, el animal lo trababa más y sacudía. Así que tuvo la intuición de dejar de gritar y cesaron los mordiscos. El lobo, en realidad, era una loba. Lo escondió bajo un peñasco en la ladera del monte y desapareció. Y allí, después de mucho buscar, lo encontraron los mayores. Desde la aldea, lo llevaron kilómetros a caballo, a todo galope, hasta Baio, donde estaba el señor Mira con su coche de alquiler. Desde allí, dos horas de viaje accidentado hasta Santiago, con reventón de rueda en el camino. En Compostela, el doctor Baltar le hizo una transfusión. Despertó a las nueve de la noche. Había que atrasar el viaje trasatlántico, le dijeron. Eso fue lo que más le dolió. El soñaba todos los días con Montevideo. En los paseos, en las ferias, todo el mundo le preguntaba por el lobo. Él decidió enmudecer. Y renació en Montevideo.

Mucho tiempo después, su sueño era volver a Galicia. Y retornó hace tres décadas. Un día, en casa, repasando cosas de la vida, se irguió de repente, se quitó la camisa y me mostró la espalda. Había una gran cicatriz y otras muchas pequeñas, como ideogramas surgidos de heridas muy antiguas. Ese día me enteré: “Yo soy el niño del lobo. Bueno, de la loba”. Y revivió para mí aquel episodio que nos remontaba, tan cerca, al remoto origen del miedo y del relato humano.

Ahora tengo la sensación de que esperaba mi llamada. Solo decirle Cincinnati y se adelanta a responderme: “Si el gorila quisiera matar al niño, lo hubiera hecho en el primer momento”. Y añade, rotundo: “Yo no hubiera disparado”. Me dice que sí, que lo ha pensado mucho. Y un suspiro de 68 años pone fin a la conversación.

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