Ferrante
Ayer devoraba el final del tercer libro de la saga de Ferrante, nada que no se haya repetido con los dos primeros: voracidad, placer, series abandonadas. Esto roza el problema
Anoche —no sin ansia y pena a la vez— empecé el cuarto y último libro de Dos Amigas, la saga de Elena Ferrante. Nada raro, si no fuera porque ayer mismo, horas antes, tambaleándome en el metro, sin tocar el periódico, ignorando mis whatsapps, devoraba el final del tercero. Nada que no se haya repetido, en cualquier caso, con los dos primeros: voracidad, placer, series abandonadas, todo por Ferrante. Esto roza el problema.
Mal de muchos, consuelo de tontos. Al menos sé que no estoy sola. Es muy heavy el ferrantismo, desconocido desde hace años. Lo que aquí se cuenta parece sencillo: dos amigas, obvio, a lo largo de su vida, con Nápoles como telón de fondo. Luego hay mucho más, claro. Todo se mueve entre el realismo más duro y el puramente mágico; la que parece una lectura sencilla es más profunda, con Italia, la infancia, la sangre, las mujeres y la mafia siempre presentes, sin ser libros sobre nada de eso. La historia resulta increíble por su credibilidad, por ser tan real. Y qué personajes Lenù y Lila, qué placer meterse en sus mentes (cuando la autora quiere, claro), ser parte de sus vidas. Conectas tanto con ellas que te contagian sus preocupaciones, sus estados de ánimo.
Ahora que Ferrante, de biografía y rostro desconocidos, ha triunfado en los círculos literarios, dicen que habrá adaptación en pantalla de esta saga. Por si faltaba algo, ya tienen excusa para correr a leerlo. O eso dura como Juego de Tronos o será imposible captar sus detalles, su garra, su poder.
Yo se lo dejo caer antes del verano, para que se aprovisionen de los cuatro libros y saquen cuantas horas extras. Y ahora disculpen. Tengo que seguir leyendo.
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