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Udaipur y la dificultad de llamarse Ronaldo

José Fuste

MISTER Sardari, que así se llama nuestro chófer en India, nos recibe con su sonrisa refulgente una mañana de agosto en Delhi. Yo soy Ronaldo –le informo poniendo cara de que no me gusta el fútbol– y mi compañera de viaje es Natalia. Entonces hay una duda, una leve torsión en la sonrisa de Mister Sardari al estrechar mi mano. ¿Quién puede ser tu peor enemigo en India? Ese al que le pagas por que sea tu chófer para cruzar la región de Rajastán durante 15 arduos días.

Nada más salir de Delhi, Mister Sardari pone toda su capacidad persuasiva al servicio de convencernos de que no merece la pena ir a Udaipur. Qué raro, si Udaipur es todo un icono de India. Y acto seguido nuestro chófer hace ascos con respecto a Varanasi. ¿Qué tienen en común Varanasi y Udaipur? Elemental, viajero de Occidente: son ciudades sagradas hindúes. ¿Y qué tiene Mister Sardari? Que es muy musulmán, tanto o más que el Profeta.

Udaipur es una maraña de calles estrechas que desembocan en el hotel donde Sardari nos obliga a quedarnos porque le pagan comisión. Natalia ­señala una enorme piscina de agua verdegrís enclavada en los jardines y nos informa de que ahí no se baña ni después de muerta. Mientras tanto, Mister Sardari aconseja no salir del hotel, porque el lago sagrado no merece la pena. De modo que corremos en pos del lago y sus ghats (escalinatas), con todas esas gentes que exigen taparse hasta las muñecas y los tobillos, pero que en cuanto aparece un lago sagrado se despelotan incurriendo en mística sesión de toples hindú. Hablan gesticulando en pequeños corros, entran en turbamulta al agua, espantan o ignoran a las vacas que se solazan mientras mueven el vientre en las escaleras y ejecutan rituales que ofrecen a los turistas “para la buena fortuna”, aunque no especifican de quién.

Monje hindú en el templo de Jagdish.pulsa en la fotoMonje hindú en el templo de Jagdish.

En la orilla opuesta del lago, los saris multicolores que reverberan bajo el sol parecen trozos de vidrio, espejos de colores a punto de reflejar nuestras almas en pena bajo un calor del demonio. Imagino que Udaipur entera debió crecer como un anillo ciñendo el lago. ¿Quién habrá puesto la primera piedra, o sea, el primer incienso? Nos detenemos en esa breve escalera que se hunde en el agua donde Gandhi se bañó en su momento, y por eso le llaman el ghat de Gandhi. Me represento la imagen de una escalera como esta, que hace siglos no era de cemento, sino de barro inhabitado, como el punto de partida de la ciudad de Udaipur. Al principio bajaban los peregrinos por un mismo sendero hendido en el barro, que se fue escalonando paso a paso. Y luego, pegado al agua, se fue abriendo un largo escalón como una plataforma donde la gente se detenía. Ponían las vasijas de la puja, clavaban varitas de incienso y otros peregrinos iban accediendo a distintas zonas hasta que se formó una delgada y larga plataforma que cubrió todo el perímetro. Ya para entonces debieron aparecer los primeros tenderetes, gente vendiendo comida y fruta, tinglados con sus hombres santos desnudos que habían decidido no moverse de ahí nunca más para estar cerca del agua sagrada, aguardando que un día remoto aparecieran los turistas. Aquí y allá quemaron los primeros muertos. Y ya se sabe: nadie es de ninguna parte mientras no tenga muertos bajo la tierra… o bajo el agua, o flotando en el aire junto al humo del incienso. Y se hizo Udaipur como anillo alrededor del lago.

Natalia corta la magia del momento con algo aún más místico: ya va siendo la sacrosanta hora de buscar una cerveza, mi alma lo necesita.

Una mujer al borde del lago sagrado, que se utiliza igual para las abluciones rituales del hinduismo que para labores de higiene o limpieza.

En Udaipur, como en Varanasi, no es tarea sencilla localizar algún yacimiento cervecero porque son ciudades sagradas. Pero ya se sabe que Dios aprieta pero no ahoga, así que, después de preguntar aquí y allá, terminamos en un rickshaw que nos lleva a la última calle pegada al último muro, remonta la ciudad y el cerro, se mete por un terraplén y atraviesa senderos entre matorrales que nos hacen pensar en un secuestro, hasta que por fin llegamos.

Una chabola debajo de un arbolito en medio de la nada, con un tablón sobre dos piedras a manera de banco. En las ramas del árbol nos observan desorbitados unos cuantos monos. Y fuera de la chabola se solaza, como salido de una dimensión desconocida, el gran Mister Sardari, azote de mochileros pardillos. Empezamos a beber como Dios prohíbe, le invito con la ilusión de reconciliarnos y, mientras cae una litrona Kingfisher detrás de otra, Sardari retoma una acalorada discusión con el cantinero sobre quién es mejor, si el Barça o el Real Madrid.

Nuestro conductor del rickshaw, en lugar de irse en busca de nuevos clientes, se repantiga a la sombra y empieza a roncar, aunque de vez en cuando abre un ojo, nos mira y le grita a Mister Sardari que el Barça es grande. En medio del trasiego cervecero, los monos enloquecen, debaten, parecen tomar partido por uno u otro equipo de fútbol, y los humanos del chiringuito interrumpen el debate para lanzarles palos y piedras, es lo que tiene la hinchada radical.

Después de siete litronas de King­fisher, decidimos que ha llegado el momento del recogimiento, o sea, de arramblar con otra media docena de cervezas hasta el hotel para combatir el síndrome de abstinencia. Hay piscina, me atrevo a sugerir. Y observo que Natalia imagina con ojos más amables ese rectángulo de sopa verdegrís, o sea, se ha obrado el milagro Kingfisher.

Las vacas son símbolo de fecundidad para los hindúes. Al fondo, mujeres con ofrendas.

¿Y dónde vamos a enfriar las birras? Ya se nos ocurrirá algo. Y sí, dado la ­dramática carencia de nevera en la habitación y la explícita prohibición de beber en los predios del hotel, se me ocurre que la única manera de mantener más o menos fresca la bebida es montando un tinglado con una silla y tres almohadas. Esto hay que verlo más que leerlo: coloco las botellas de cerveza en la cima de una loma de almohadas, que es la manera de alcanzar el Polo Norte, su ecosistema natural, o sea, frente al aparato de aire acondicionado, que está a metro y medio sobre el nivel del suelo.

En medio de zambullidas y cervezas a orillas de la piscina sagrada, se nos acerca quien parece mandar en el hotel y ocurren de golpe todas las revelaciones. No está permitido beber, pero va a hacer una excepción porque yo me llamo Ronaldo y él es hincha del Real Madrid. Y acto seguido agrega, en un inglés cauteloso y confidencial: “Mister Sardari prefiere el Barça, por eso no le gusta que te llames Ronaldo”. Y se retira, no sin antes advertirme que cambie de chófer, él puede conseguirme uno que sea hincha del Real Madrid.

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