Esta ruina que ve
Helmut Berger no oculta su odio a Alain Delon. Las cosas van de esa manera entre las viejas glorias de Saint Tropez; ni las canas logran dulcificar el carácter. Delon es un homófobo lepenista avinagrado que cada vez que sale en la televisión francesa convierte el odio en deporte nacional. Eso sí, puedo certificar que, visto de cerca y con la boca cerrada, el protagonista de Rocco y sus hermanos aún resulta atractivo y mantiene viva la esencia canalla del mito en sus todavía incomparables ojos azules.
Alain Delon es un homófobo lepenista avinagrado que cada vez que sale en la televisión francesa convierte el odio en deporte nacional
El caso de Berger es muy distinto. El que fue, según una manida etiqueta de la revista Vogue, el hombre más guapo del universo detesta a Delon y a casi todo el mundo, empezando por sí mismo. A sus 71 años, obligado a vivir entre las cuatro míseras paredes de un suburbio de Salzburgo, reparte su bilis a destajo sin apenas salir del pobre apartamento que heredó de su madre. Es su único patrimonio, junto con 500 euros de pensión. Berger sobrevive rodeado de medicamentos y botellas vacías de vodka.
La ropa cara y los objetos antiguos, conservados como reliquias de un majestuoso pasado, sólo acentúan aún más la decadencia del presente. Sus ademanes son los de una diva engreída atrapada entre los endebles tabiques de un vecindario obrero. Rodeado de fotos de Brigitte Bardot, Romy Schneider y el que fuera su gran amor, el realizador italiano Luchino Visconti, la memoria parece más un bloque de hormigón en sus pies que un ligero ejercicio de amable nostalgia. Si alguna vez fue tan guapo y tan sexualmente voraz como dicta la leyenda, hoy no queda rastro de todo eso.
Si alguna vez Helmut Berger fue tan guapo y tan sexualmente voraz como dicta la leyenda, hoy no queda rastro de todo eso
Tanto detalle sobre la vida actual del intérprete austriaco se lo debemos a Helmut Berger, actor, la película de Andreas Horvath que se estrenó en el último festival de Venecia. Lo que se intuye como un documento sobre el síndrome de Norma Desmond –ya saben, la protagonista de El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder, esa estrella del cine mudo incapaz de aceptar que los tiempos ya no soplan a su favor– acaba siendo una película sádica y sórdida que se cierra con una masturbación desesperada, ante la cámara de un impasible Horvath.
La escena pone punto final a 90 minutos sobre los que planean muchas preguntas. Berger es excesivo, sadomasoquista, alcohólico, patético y un par de cosas más, pero, ¿se merece esto? Sombra siniestra de la película, Horvath ejemplifica en Helmut Berger, actor la figura vampírica y parásita de ese cine depredador de la dignidad humana. Al cineasta sólo le importa su película y por ella es capaz de tragarse todos los sapos hasta llegar al odio sin límites a su protagonista.
“Tratar con Helmut Berger significa estar atrapado entre los extremos: la arrogancia y la humildad, la grandeza y la ridiculez, la cercanía y la distancia, y sí, la violencia y la pasión”, ha escrito el director. “Me habían advertido y, sin embargo, yo quería entrar en su mundo”.
En un momento de la película, durante una resaca de fin de año, Horvath, harto, acaba insultando a Berger, quien en otra secuencia le declara su amor al cineasta hasta suplicarle las migajas de su (más joven) cuerpo. En ese instante, sobra decirlo, la cosa ya se pone de psiquiátrico. El amado/odiado director se escuda en el metacine, en el descubrimiento de un personaje digno de una novela metafísica de Thomas Bernhard y en el decadente paisaje mental de Salzburgo. En fin, palabrería, yo sólo veo al hombre que durante años –volvamos a los dictados de la leyenda– se alimentó a base de champán, caviar y cocaína arrastrarse como una colilla ante un tipo que no tiene ni los arrestos para, ya puestos, bajarse los pantalones y masturbarse él también ante la cámara.
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