Una vida cumplida
No es fácil alcanzar la lucidez y el equilibrio de los que hace gala Joan Manuel Serrat
Hace algo más de un mes, el cuadernillo de Cataluña de este diario publicaba la noticia del concierto cuya preparación estaban ultimando los músicos Ricard Miralles y Kitflus con versiones exclusivamente al piano de canciones de Joan Manuel Serrat, con el que tanto han colaborado ambos. Confieso que reparé en la noticia por la foto que acompañaba al reportaje. En ella se podía ver a Ricard Miralles, sentado ante el teclado de un piano de cola, y de pie, acodados sobre su negra madera, a Kitflus y a un Joan Manuel Serrat relajado y sonriente. Feliz.
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En el cuerpo del texto el lector podía encontrar los motivos de la felicidad del cantautor, que él mismo no se recataba en explicitar: “Tengo la suerte de no tener la necesidad de hacer un disco obligatoriamente. Si van saliendo cosas y me gustan lo haremos”. Sin duda los habrá que no encuentren en esta afirmación nada particularmente llamativo, y hagan de ella una lectura en clave casi triunfalista, como si Serrat pretendiera señalar que, alcanzadas determinadas metas en la vida, apenas queda ya nada por lo que valga la pena continuar luchando.
Pero también se pueden entender sus palabras desde otra perspectiva, la de aquel que, sabio, ha llegado al convencimiento de que la metáfora de la propia vida como un pedaleo interminable que no cabe interrumpir sin riesgo de padecer una caída no puede tutelar la totalidad de la propia existencia. Sin duda hay etapas vitales en las que la presión del entorno prácticamente nos obliga a concebir buena parte (cuando no el grueso) de nuestras actividades en términos instrumentales, como meros medios para alcanzar los objetivos que nos hayamos podido fijar. Pero en algún momento esa lógica debe finalizar, si no queremos que nuestras vidas por entero queden convertidas en una inacabable carrera en la que el cumplimiento de los fines proclamados se ve constantemente pospuesto, mientras que, en la práctica, los medios en cuestión acaban convertidos en los únicos fines efectivos.
En realidad, tenemos derecho a sospechar que muchas de las personas que se complacen en declarar que cosas tales como la fama, el dinero o el poder solo les importan en tanto que herramientas para alcanzar unos determinados fines —ellos sí genuinamente valiosos— funcionan, en lo más profundo de su corazoncito, con una valoración de signo exactamente opuesto. Porque la perseverancia de sus actos (el apego hacia lo que, de puertas para afuera, proclaman desdeñar) parece probar que ese “poder hacer lo que de verdad me gusta” al que a menudo aluden como el auténtico horizonte hacia al que orientan sus vidas es en realidad ya su presente y lo que realmente les gusta es... la fama, el dinero o el poder.
Hay que estar muy seguro de quién se es y de lo que se quiere para abandonar los planteamientos basados en la utilidad y el provecho
Aunque tal vez deberíamos ser benévolos con quienes incurren en esta particular modalidad de autoengaño, allegable a lo que en otros tiempos se hubiera denominado alienación, y no interpretar sus conductas en términos de simple hipocresía social. No es fácil alcanzar la lucidez y el equilibrio que le permitan a uno poner el punto y final a la lógica teleológica, a la insaciable dinámica de los proyectos, los objetivos o las metas. Hay que estar muy seguro de quién se es y de lo que verdaderamente se quiere para abandonar los planteamientos basados en la utilidad y el provecho, optando en su lugar por lo que satisface y colma, lo que hace feliz en sí mismo.
Eso creo que se permitió hace algunos años Serrat, cuando decidió grabar aquel maravilloso Tarrés. Ojalá un día se anime a continuar por la misma senda y se conceda el gustazo de ponerle su voz a algunos clásicos de la música popular de su infancia, a aquellas canciones que, de niños, cuando todavía era una rareza el tocadiscos doméstico, solo nos era dado escuchar en las emisoras de radio que programaban “discos solicitados”, o en las voces de las mujeres que las cantaban en los patios, mientras andaban atareadas con las faenas de la casa. De hecho, no conozco versiones más hondamente conmovedoras y sentidas de Un mundo raro o de Contigo en la distancia que las interpretadas por él.
Lo diré de otra forma. El verso de Jaime Gil de Biedma que tanto nos fascinaba en nuestra juventud, únicamente ahora, cuando aquel tiempo queda tan atrás, se abre como una flor y nos muestra por fin, con desvergonzada impudicia, la verdad del secreto que albergaba: “Un orden de vivir, es la sabiduría”.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, y es candidato del PSC al Congreso de los Diputados.
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