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Tribuna
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El yihadismo visto desde África

El subcontinente negro tiene otra lectura de las causas del terrorismo islamista: la falta de inversión y expectativas

Varios yihadistas en Gao, Mali.
Varios yihadistas en Gao, Mali.Reuters

El terrorismo yihadista, a pesar de diferencias estratégicas y de discurso, es una hidra de múltiples cabezas: cuando una parece extinguirse, surge otra o reaparece. En el Sahel y en África occidental se puede mostrar, entre otras formas, como Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI); Movimiento para la Unicidad de la Yihad en África Occidental (MUJAO); Al Mourabitoune (“Los Almorávides”); Ansar Dine (“Los defensores de la fe”); Frente de liberación de Macina (FLM); y Boko Haram ("Acabar con la educación occidental"), convertido en “Estado Islámico en África Occidental”. Entre estos movimientos puede haber rivalidad, alianza o subordinación; y los individuos que los integran a veces cambian de lealtades.

El yihadismo sólo resultaría fácil de explicar si, como es común hacer en Europa, lo reducimos a la consecuencia de una interpretación extremadamente violenta del Islam. O, simplificándolo todavía más, a que el Islam no se ha modernizado.

En África subsahariana, donde los gobiernos se preocupan por estos desafíos al Estado y donde las víctimas se cuentan por miles y los afectados por millones, también existen centros africanos de análisis y expertos que reflexionan sobre este fenómeno. Por eso, prestando atención, se aprecia un relato distinto. En los años 80, los planes de ajuste estructural recetados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional para sanear las cuentas públicas de los estados africanos, y para que éstos pagaran a sus acreedores, se tradujeron en severos recortes en el gasto público, principalmente en educación y salud, a todas las escalas. En casi ningún país se han recuperado los niveles anteriores.

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La pobreza creciente no pudo contrarrestarse con la limitada ayuda internacional al desarrollo y en algunas regiones, como el norte de Mali, el repliegue del Estado y la reducción de la cooperación explican ya de por sí muchas cosas. Además, este vacío se ha ido ocupando por otros actores: países musulmanes, bien oficialmente, a través de sus agencias y fondos o de instituciones financieras islámicas, bien mediante sus ONG.

Desde finales de los 70, Irán ha difundido el chiísmo; Arabia Saudí, el wahabismo; después, varios estados del Golfo han ido desplegado sus actores e instrumentos, extendiendo el salafismo. Compiten este sí y difieren en sus discursos, aunque todos pretenden hacer valer su visión de justicia contra una situación socioeconómica que condena a la pobreza, contraria a la dignidad humana. Es un Islam social y potencialmente político. El Islam tradicionalmente arraigado en estos países también es social pero prevalece su defensa del statu quo, renegociando sus alianzas con el poder político.

Mientras existieron la Unión Soviética, el socialismo real y las propuestas de la izquierda revolucionaria, había alternativas para los “condenados de la tierra” (“Les Damnés de la Terre”, la denominación acuñada por Frantz Fanon en 1961). Pero tras su desaparición, la fórmula ideológica y revolucionaria por excelencia es el yihadismo terrorista. Es lo que Bakary Sambe, experto senegalés y fundador del Timbuktu Institute, denomina “un nuevo sindicato de los desheredados”.

Sambe es uno de esos expertos africanos que estudian su propia realidad. A otros los encontramos en el Institute for Security Studies (de Pretoria, con subsedes en Dakar, Addis Abeba y Nairobi), en el Institut Panafricain de Stratégies (IPS), en el CODESRIA, o en Wathi, un original “think tank” ciudadano de África Occidental, por citar a algunos. Sin embargo, su potencial de análisis y propositivo dista de ser bien aprovechado por las organizaciones internacionales o las agencias y centros occidentales que les encargan estudios e invitan a foros. Los financiadores suelen preferir explicaciones que reafirmen sus propios análisis, que no aporten críticas a los intereses dominantes ni cuestionen el statu quo (incluido el de la supremacía de los analistas occidentales sobre los africanos). Además, la metodología imperante privilegia lo cronológico, la descripción de los actores, la ilustración con gráficos, lo cuantitativo mediante indicadores, dejando poco lugar a las percepciones, a la trascendencia de lo cultural, a las dinámicas intergeneracionales y a las relaciones de poder comunitarias o interétnicas. Quien paga, manda y recibe el análisis que espera.

Probablemente, la toma de conciencia de ser un “desheredado” no es condición suficiente para enrolarse en movimientos yihadistas y a medida que nos alejamos de sus respectivos epicentros (como el Mali septentrional o el estado de Borno, en Nigeria), ya no atraen sino a una minoría de individuos. Pero sí tiene dimensiones territoriales mucho más amplias el malestar social que amenaza alastrarse entre la juventud que se ve desprovista de empleo y de oportunidades.

Algunos jóvenes pueden sentirse atraídos por el yihadismo, pero muchos más buscarán la alternativa de la migración y, en conjunto, cuando la coyuntura política lo propicie, se movilizarán para presionar gobiernos y regímenes en favor de cambios. En este sentido, y como muestra, el gobierno de Senegal, aunque no particularmente amenazado por el terrorismo, tiene como prioridad declarada invertir en la educación, en la formación y en el empleo de los jóvenes.

Alberto Virella Gomes es diplomático.

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