Zaristas todos
Recuerdo una tarde de los peores tiempos de la debacle, si es que se puede decir que ha pasado lo peor de lo pésimo, en la que la realidad me arreó tal estacazo que aún me duele como una vieja herida cuando cambia el tiempo. Eran las cuatro y poco, esa hora en la que quienes pueden dan cabezazos delante de la tele y los condenados a jornada partida maldecimos nuestra suerte por volver a galeras después de la sobremesa. Ese día, sin embargo, estaba en casa traspuestísima con el documental de los bichos cuando llamaron al timbre y, al abrir de mala leche, me topé con la crisis en persona. Un señor vestido de Zara que no era un amigo ni un pariente ni un vecino ni nadie que viniera a venderme nada. Venía a pedir, por favor, comida, ropa, la voluntad, lo que fuera, gracias. Le di 20 pavos, lo que tenía en metálico, le pedí perdón por existir y me escabullí con los pelos tiesos de la conmoción y la cara caída de la vergüenza.
Vergüenza de mi egoísmo, porque lo que me rayó la conciencia no fue que viniera un pobre pidiendo, sino que fuera alguien vestido como mis vecinos, como mis amigos, como mis parientes, como yo misma. De Zara. Y eso significaba que yo podía ser la próxima. El martes, Amancio Ortega, el zar de ese imperio, se embolsó 554 millones de dividendos. Circula un vídeo en el que miles de empleados felicitan al patrón su 80º cumpleaños con una fiesta sorpresa capitaneada por su hija vestida con una batamanta infame, demostrando que el estilo ni se compra ni se vende ni se hereda. Inmediatamente han salido voces a reprocharle las condiciones de sus trabajadores. Dijo Balzac que detrás de toda fortuna hay un crimen. Estamos viendo estos días que, quien más, quien menos, tiene claroscuros de todos los colores en su expediente. Pero la hazaña de vestir a medio mundo, incluidos los nuevos pobres, no se la quita nadie. En todas las casas cuecen habas, aunque sean percebes.
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