Amarrados
Cuando uno es padre aprende que vigilar a un hijo no es mirarlo a él, sino su perímetro
Hace una semana mi hijo estaba jugando con un niño de su edad, tres años, en el puerto de Sanxenxo. Es uno de los mejores lugares de las Rías Baixas para amarrar un yate o para amarrar un niño, incluso para amarrar un niño a un yate, siempre que el yate no sea propio y el niño aún menos.
Uno se sienta en un banco con el mar detrás y dedica la tarde a una tarea delicada, para la que nadie entrena, que es vigilar a un hijo. Antes de ser padre yo creía que estar pendiente de un hijo era no perderle nunca de vista.
Cuando uno es padre aprende que vigilar a un hijo no es mirarlo a él, sino su perímetro. Como los francotiradores, se trata de poner todos los sentidos en los peligros de alrededor: quién se acerca y con qué intenciones, a qué velocidad viene el coche y qué dirección va a tomar, por qué se mueven unas cortinas en un edificio cercano.
Él jugaba con un pegajoso, que tras pedirme todo el día que se lo comprase descubrí que se trataba de la mano loca. Fuera de Internet el mundo ha empezado a repetirse, llamando de momento a las cosas antiguas por otro nombre, salvo las películas, que ya ni eso. Pronto volverán a nacer todos otra vez, no sólo James Dean o Cary Grant.
Aquella tarde mi preocupación eran los coches. Los niños jugaban en una de esas zonas peatonales habilitadas para vehículos con garaje. Así que de vez en cuando alguno doblaba la esquina a poca velocidad y enfilaba la recta. Pasé casi media hora mirando la esquina por la que aparecían los coches; en esa media hora al niño pudieron habérselo llevado en un saco, pero no voy a estropear ahora la frasecita de que ser padre no es vigilar a un hijo sino su perímetro. Como todas las frases contundentes, no es verdad.
Pensé entonces en el momento en que la mirada de los padres empieza a alejarse de la del niño, cuando el niño normalmente se va de casa, y cuánto tiempo llevaba yo sin tener a mi lado a nadie que estuviese no tanto pendiente de mí, sino de los coches que doblaban la esquina para poder retirarme a tiempo. Y si había alguien pendiente de eso, a qué carallo andaba, porque últimamente cada uno que dobla me lleva por delante. Me tranquilicé rápido. Sucedió cuando corrí como un loco a sacarlo de en medio porque se acercaba un coche a medio kilómetro. De alguna manera, cuando procuras que no lo atropellen a él, en realidad a quien no están atropellando es a ti.
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