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Tribuna
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Las idas y venidas de la Ley de la Ciencia

Nunca ha estado la investigación tan mal vista ni tan maltratada por los gobernantes como ahora

Casi todo estaba por (re)hacer durante la Transición y la ciencia no era una excepción. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), construido sobre los escombros de Junta de Ampliación de Estudios, hecha añicos en buena medida por quienes entonces dirigían el reciente Consejo (“qué quiere, todo se acaba”, le dijo Albareda, su primer secretario general, a Fernando de Castro, que se quejaba del abandono del Instituto Cajal), también empezaba entonces a despertar del letargo. Un letargo, por cierto, en el que había habido muchos y buenos investigadores precisamente gracias a los cuales pudo levantarse con la democracia.

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Alberto Sols, por ejemplo, bioquímico, formado en los años 40 en Estados Unidos y que se empeñaba en usar pocos productos de laboratorio allí porque sabía que aquí no contaría con ellos. Arturo Duperier, ayudado desde Inglaterra aunque los instrumentos que le enviaban no llegaron a pasar la aduana (aún están, embalados, en el Museo Nacional de Ciencia y Tecnología). Miquel Oliver, oceanógrafo, capaz de resucitar el Instituto Español de Oceanografía, creado por Odón de Buen en 1914, que languidecía desde 1939 porque aquella casa había sido un nido de rojos. Y tantos y tantas.

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Pero en los años 80 todo era posible. Y también la ciencia. Y también la información científica y la divulgación, que vivió entonces unos años dorados. Y justo entonces, un grupo de jóvenes investigadores decidieron dejar a un lado las probetas y emplear sus esfuerzos en la gestión de la ciencia. Emilio Muñoz, Carmina Virgili, Alfredo Pérez Rubalcaba, Regina Revilla, Juan Rojo, Ana Crespo y Luis Oro, por citar unos pocos, empujaran desde dentro para forzar un cambio cuyo reflejo más evidente fue, por una parte, la Ley de la Ciencia de hace justo 30 años, promulgada el 14 de abril de 1986, y por la otra, las cifras, los datos.

Todo iba más o menos bien hasta 2009, cuando se llegó al 1,39% y entonces ‘se jodió el Perú’

La efervescencia de la época, que podía resumirse en el lema “hay que llegar al 1% del PIB dedicado a ciencia”, lo dominaba todo. Incluso los medios de comunicación, que contaban, incluido este periódico, con suplementos dedicados a información científica. Los museos de ciencia empezaron también a florecer (el Museo de Ciencias de Barcelona, 1981; la casa de las Ciencias de La Coruña, 1983); se editaban colecciones de libros, se hacían tertulias sobre la cuestión, se hizo el informe de Estudios de Política Científica (EPOC) de Miguel Ángel Quintanilla, se reabría el Museo de Ciencia Naturales de Madrid, con el impulso tan moderno del biólogo Pere Alberch.

Así, desde muchos lugares, muchas personas sentían entonces que era imprescindible que la ciencia y la investigación ocuparan un lugar importante en la sociedad. Y, con altos y bajos, la línea ascendente en financiación, porque talento ha habido siempre, fue creciendo y dando frutos evidentes, medidos con el parámetro que se busque, desde impacto y publicaciones hasta patentes, presencia internacional, grandes instalaciones… Teníamos confianza en nuestro futuro y teníamos confianza unos en otros.

En el filo del cambio de siglo se llegó al prometido 1%, tras el bache del 94-96, y todo iba más o menos bien hasta 2009, cuando se llegó al 1,39% y entonces se jodió el Perú. A partir de ahí los presupuestos empezaron a bajar y nos alejamos del comprometido 2%, que era la nueva meta. Una meta volante que voló. Desde entonces todas las cifras han ido notablemente a peor, tan a peor que al ritmo que vamos no recuperaremos hasta dentro de muchos años la inversión del 2009.

Pero, además de esa desconfianza, además de la bajada terrible en el número de investigadores del CSIC, más de 10.000 en los últimos años, se ha instalado una desconfianza inusitada de los responsables políticos hacia los investigadores. Consultores externos, parece que los gerentes no sirven, están revisando papeles de hace 20 años en los que encuentran terribles descuadres de 29 euros. No cabe duda de que el coste de la operación supera, con mucho, los beneficios que reporta, excepto para las empresas encargadas de hacerlos, naturalmente.

Se está destruyendo la confianza en los investigadores y en el sistema

Se está destruyendo la confianza en los investigadores y en el sistema y se está haciendo por quienes no saben cómo es esto de la investigación. Se obliga a los investigadores a estar en programas competitivos pero se les impide el acceso a sus fondos, el corralito de hace unos años, o se les fiscaliza innecesariamente y se traslada esa desconfianza a la sociedad. Se exige tener doctorandos pero se impide el acceso a las becas por el procedimiento de exigir cofinanciación a quien ya se la ha raspado hasta el hueso. De la última y peculiar maniobra —o castigo— escribía en este periódico Nuño Domínguez hace dos días. Con motivo del cumpleaños de la Ley de la Ciencia la periodista Ángela Bernardo ha hablado con algunos de los protagonistas de entonces y de ahora y la conclusión es terrible: "Envejecida, pobre, superviviente: la ciencia en España 30 años después de su primera ley". 

Según muchos investigadores, nunca ha estado la ciencia tan mal vista por los gobernantes. Nunca ha habido tanta desconfianza y nos los dicen con frecuencia a los periodistas. Qué pena que esta fiscalización no se haya llevado a cabo con otros profesionales que han resultado asiduos a los bufetes panameños y asimilados, los estafadores que ocupan hoy tantos titulares. Parece que han vuelto los Albaredas de turno: “qué quiere, Castro, todo se acaba en este mundo”.

Antonio Calvo Roy es presidente de la Asociación Española de Comunicación Científica.

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