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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dime dónde debo firmar para adherirme

Estamos en tiempos, otra vez, de las firmes adhesiones, y si se discrepa vas al cesto de los papeles

Juan Cruz

Un escritor de buena reputación, y de igual pluma, tuvo una vez la ocurrencia de publicar un artículo en el que se permitía discrepar de la trayectoria de un alguien que presumía que todo el mundo debería estar con él y nunca contra él. La situación se mantuvo en silencio debido a la buena educación del escritor atrevido; pero cuando surgió una oportunidad de ocuparse de un correligionario de aquel con el que había discrepado, el escritor de buena pluma fue borrado del encargo. Había cruzado de la línea del acuerdo a la del desacuerdo.

Estamos en tiempos, otra vez, de las firmes adhesiones, y si se discrepa vas al cesto de los papeles o, como pasa ahora en Cataluña con un libro en el que se publica una lista de buenos y malos catalanes, al lado de los que merecen el descrédito al que se somete a los que no se hallan en el campo semántico dominante. Se regresa a esas adhesiones que en tiempos turbulentos, los de la dictadura de Franco, por ejemplo, se basaban en la necesidad de afrontar aquel periodo de unanimidades franquistas con unanimidades al menos proclives a la ansiedad democrática.

Ese periodo, entre otros del siglo XX, le dio ocasión al historiador Santos Juliá de hablar del “siglo de los abajo firmantes”. Superada la dictadura, instaurada la democracia, instalada entre nosotros la libertad de expresión, convocados todos a discrepar hasta del lucero del alba, creíamos que ya no había que firmar tanto, ni tampoco era necesario creer sin duda en lo que decían los próximos. El debate era la ambición bajo la dictadura, pero, ay, la política se desvió de esa sana intención y ahora estamos viviendo en un momento en que es difícil conversar sin estar de acuerdo, hablar en las tertulias (televisadas o domésticas) sin trazar líneas rojas en torno a tu propio pensamiento, con el riesgo cierto de quedar descalificado por vendido a causas que no son las que abrazan los otros.

Esa dicotomía entre la fuerza de la razón y la razón a la fuerza ha llegado a su paroxismo con esas tertulias, versiones alargadas de los tuits que ahora descalifican en seguida al que se opone a la opinión dominante. A veces esos tuits alcanzan formatos más largos (como ese libro que descalifica a los catalanes malos frente a los catalanes buenos) y se ponen de moda descalificaciones de escritores que no comulgan con lo que parece de cajón bajo el pretexto de que o no han investigado a favor de corriente o, simplemente, porque no se han bañado en el Instituto Nacional de Estadística. De un plumazo esa descalificación deja fuera de juego a Miguel de Unamuno o a Bertrand Russell; más cerca en el tiempo, a todo aquel cuyo pensamiento o cuya impresión no case con la que marca el criterio de los que hablan más alto en las tertulias, en los medios o en las redes sociales. Es una dentellada al sosiego de la discusión, porque lo que se proclama es que la discusión se apague para dar paso a la adhesión inquebrantable, para la que, por otra parte, no hace falta investigación alguna. Con que firmes a favor ya te vale.

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