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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Borrar las huellas de los corruptos

España tiene un problema de relación con su pasado en el que el sentido común parece lamentablemente en retirada.

Javier Rivas

Quiere el Gobierno valenciano, en cumplimiento de una resolución (la 36/IX) impulsada por Podemos, que su Parlamento aprobó el pasado octubre, que desaparezcan de Ayuntamientos y Diputaciones de la comunidad “todas las placas conmemorativas, inaugurales o menciones honoríficas donde figure el nombre de personas que hayan ostentado cargos públicos y hayan sido condenadas por sentencia firme por casos de corrupción”. Así que la Consejería de Transparencia ha instado a los 542 Consistorios de esa autonomía y las tres instituciones supraprovinciales a ponerse a ello, mientras la Generalitat ya está en lo que de sí depende. ¿Y qué hacemos con las fotos de las inauguraciones?

Nadie ha defendido, al menos por ahora, que Carlos Fabra o Rafael Blasco se caigan de las imágenes de una primera piedra como si fuesen Trotski o Bujarin en manos del atareado photoshop estalinista. Pero sirva la provocación para reflexionar sobre la inveterada costumbre de cualquier poder de reivindicarse reescribiendo los signos del pasado. Es la larguísima tradición de la damnatio memoriae, nombre moderno para la práctica del Senado romano de eliminar cuanto recordase a un emperador u otra personalidad relevante tras su muerte, más de una vez ejecución, por considerarle enemigo del Estado.

Puede discutirse si una placa que solo informa de un hecho —X inauguró Y el día Z— supone un homenaje tal que merezca desaparecer por la conducta, igual posterior, del cargo nombrado. O sobre los daños colaterales: los citados en el rótulo ajenos a toda culpa. O si lo absurdo es que cada inauguración deba conllevar una placa, costumbre que el Gobierno valenciano pretende en un futuro con acierto evitar. Pero el debate básico es cuánto cabe y qué sentido real tienen las medidas que una Administración adopta bajo el prestigioso y necesario timbre de la regeneración democrática. Instruir a una sociedad contra la corrupción necesita más leyes — y servidores íntegros, investigaciones rápidas, justicia con medios suficientes, partidos realmente transparentes, incluso cambios individuales de comportamiento— que gestos. Las formas, los símbolos, comulgan íntimamente con la democracia, pero no la sustituyen, en contra de lo que cada vez en mayor medida bastantes políticos parecen creer.

La decisión valenciana camina de la mano con la irresuelta controversia sobre la memoria histórica, ese oxímoron. España tiene un problema de relación con su pasado que va más allá de la Guerra Civil y el franquismo, en el que, como en otros, el sentido común parece lamentablemente en retirada. Un problema cuya solución pasa, como muchos, por un consenso sociopolítico y cultural, a corto plazo, y mejor educación, a medio y largo. Ese consenso evitará el espectáculo de que miles de personas sigan sin poder honrar como desean a sus muertos, asesinados en una cuneta, mientras nos enredamos con los nombres de las calles. Y evitará que, en el despeñadero de la corrección, acabemos quedando cualquier día en cualquier ciudad española en la 110 Norte con la 45 Oeste.

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Sobre la firma

Javier Rivas
Forma parte del equipo de Opinión, tras ser Redactor Jefe de la Unidad de Edición y responsable de Cierre. Ha desarrollado toda su carrera profesional en EL PAÍS, donde ha trabajado en las secciones de Nacional y Mesa de Cierre y en las delegaciones de Andalucía y País Vasco.

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